Cuento basado en un hecho
real. Nombres ficticios.
En cualquier día de una tarde
cualquiera, allí se le podía ver llegando a la antiquísima placita del pueblo
de Sachaca. Como aventado por las horquillas del viento de Chiriguana, aparecía
con una lampa “ccasuta” en su huesuda y callosa mano. Cualquiera que quisiera
conocerlo, para disipar el viejo misterio, creería esperar un jumento cargado
de aparejos entrando delante de la vieja yunta de don Evaristo, el gañán del pueblo.
Pero no. Cuando los “ccoros”,
que jugaban a las carretas en los empedrados de la plaza, gritaban: —¡El
burro!, ¡el burro!, ¡ahí viene el burro!— se trataba nada menos que del Pancho
Lira, un genuino “loncco”, que todas las tardes aparecía calmoso subiendo a la
plaza, como cuando aparece un gato después de haber merendado.
Ciertamente, no daba miedo a
nadie por su sonrisa de caballo que se dibujaba en su caricaturesca dentadura
amarillenta por la tanta “chicha y picante” que comía en la picantería de su
hermana Juanita. Más bien, arrancaba sonrisas a todo aquél que lo contemplaba.
Y verlo era pues un goce casi morboso. Esa larga y pescuezuda garganta parecía
romper su polvorienta y “chuñosa” camisa cuadriculada, que lucía remangada
hasta por encima de los codos. Era tan colorado, que ni el sombrero raimado,
que techaba su desgreñada cabeza, podía oscurecer su membranuda cara donde se
lucían dos hermosos ojos azules.
—¡Su abuelo era un italiano
que llegó a Arequipa y se enamoró de una sachaca que tenía “tetería” y se quedó
aquí para siempre! —solía afirmar La Chusca con cierto resquemor—. Por eso es
que éste y los doce burros son más “ccarosos” que el mismo trigo, y tienen los
ojos más azules que el amanecer arequipeño.
Subía sin apuro hacia la plaza
donde la iglesia estaba sentada mirando al Misti. Saludaba a todos, pero casi
nadie le contestaba, principalmente las mujeres, que lo veían con enfado porque
decían:
—¡Ese Pancho es un burro!, ¡es
muy malcriado y mañoso!
Y es que nunca faltaba una
inoportuna lisonja en sus oxidados labios para cortejar atrevidamente a
cualquier mujer que se le presentara en su camino.
Pero ahí iba, impávido en su
andar, como todos los días, rumbo a la picantería de su hermana. Siempre que no
llevaba la lampa al hombro o un par de cebollas al puño, las manos las
encerraba en los desgastados bolsillos de su pantalón, donde, de vez en cuando,
siempre que creía que nadie lo miraba, extraía con toda desvergüenza y de la
manera menos prudente, su viejo y arrugado pañuelo; ése que lo tenía desde que
hizo la primera comunión, todo pije, en el colegio La Merced. Pero a despecho
de las buenas costumbres, ese pañuelo nunca fue lavado, más bien, sí enjuagado
muchas veces en el boquerón de su chacra. Verlo de cerca en su huesuda mano
parecía, más bien, la “seisuna” con la que exprimían la chicha las
“picanteras”. Si uno se fijaba, aún podían distinguirse los “chacariris”
fosilizados como huellas indelebles de viejas tronadas de nariz.
Ese era “El Burro”, un tipo
muy peculiar que, sin duda, hacía emular las verdaderas cualidades del zopenco
animal.
Mi amigo, Julián, un
“ccarullo” que vivía en la plaza y con quien todas las tardes jugaba a bolas o
al trompo, me decía, cuando ya estaba cerca del gracioso personaje:
—Si tú le hablas en inglés,
ahorita vas a ver cómo te empieza a responder en inglés. —decía— ¡Espérate un
ratito y mira!
Yo me llenaba de mucha
curiosidad e intriga. Entonces el Julián salía a su encuentro y de un modo
sarcástico inquiría al burro en lengua gringa:
—¡Jaguar yu, mister donqui!
Y el burro, halagado por tal
reverencia, se enchufaba y empezaba a florear en un idioma que sólo él creía
que era inglés. Y también pensaba que todos lo creían. Mientras movía las
manos, con la sutil elegancia de un caballero escocés, empezaba su discurso, y
una vez más todos debían parar las orejas porque El Burro empezaba a rebuznar
en inglés.
—¡Tueis soft lai jas tu jey.
If nex tueif singuer. Jay bay yu! —declamaba con absurdas palabras que causaban
inevitables carcajadas.
Todos los “ccoros” que rodaban
las carretas por las veredas, o aquellos que picaban las bolas o “choccollaban”
las caretas, corrían a ver cómo el burro hablaba en inglés. Nadie podía ocultar
las risas que a veces se convertían en burlas grotescas que alimentaban más y
más el ánimo del Burro que creía que todos estaban asombrados de su dominio
bilingüe.
No faltaban los atrevidos
niños que entraban al teatro para conversar con el Burro y le preguntaban:
—¿Jauar
yu old donqui?, ¿juat is yur neim?
Y el burro terminaba su
discurso con su acostumbrada frase. Señalando con el dedo calloso hacia la luna
decía:
—¡Mun!, ¡men in mun! —sonreía
mientras se alejaba caminando orgulloso rumbo a la picantería. Pero antes, les
palmeaba la cabeza a los “ccoros” y decía su sabio colofón:
—¡El hombre llegó a la luna!
—¿El hombre llegó a la luna?,
—nos extrañábamos todos por la tremenda y absurda afirmación. Al pueblo de
Sachaca recién había llegado la televisión y muchos aún ignoraban los adelantos
vertiginosos que nos había proporcionado la ciencia.
Cuando la tarde se iba hacia
Uchumayo y la noche llegaba de Chiguata, yo, aún niño, regresaba a casa y me
iba en busca de mi abuela María. Intrigado por lo que cada tarde observaba
cuando el Burro rebuznaba en inglés, decidí acometer un interrogatorio a mi
abuela para disipar, de una vez por todas, mis viejas dudas:
—Abuela María —le preguntaba
mientras le acariciaba su arrugada mano—, el Pancho Burro, ¿por qué habla en
inglés si él es hijo del “ccaroso”?, ¿quizás es porque tiene cara de gringo o
es que está loco?
—No, Marianito, —me decía mi
abuela abotonándome la camisa— ese caballero no está loco y ustedes no deben
burlarse de él, más bien deberían sentirse orgullosos. Muy pocos saben que él
cuando era un jovencito era muy guapo y tuvo la dicha de ser fotografiado por
una de las revistas más famosas del mundo: la Revista LIFE, de EEUU. Yo, que
casi ya no miro bien, todavía recuerdo esa revista en la que se le veía en las
dos páginas del centro, a todo color, parado con su lampa y un puñado de
cebollas en su mano derecha, con el fondo del Misti. Según dicen, esa
fotografía dio la vuelta al mundo.
Abrigándome en su mantón negro
y acariciándome con la mano temblorosa mis heladas mejillas, continuó con su
relato:
—Pero un día le descubrieron
un tumor en el cuello y todos vociferaban con tristeza: —¡El burro se va a
morir!, ¡el burro se va a morir!, ¡pobrecito!— Todos decían que le habían hecho
daño, y por eso, largo tiempo la gente estuvo apenada por la enfermedad del
Pancho. Hasta que, cierto día de junio, el burro desapareció y muchos creyeron
que se había ido a morir a su chacra. Pero no fue así —mi abuela plantó la
vista en un cuadrito de la Virgen que había en la pared—. Dicen que tanta era
su fe a la Virgen del Perpetuo Socorro que un día llegaron unos doctores de Estados
Unidos y, por el consejo del “Mayoydomito”, un “loncco” que sembró papas con él
“al partir”, fue para que lo auscultaran. Y pronto se lo llevaron a Estados
Unidos y allí le salvaron la vida. Y fue cuando precisamente un “cuete”
espacial llegó a la luna y él pudo ver en televisión, en el mismo Estados
Unidos, cómo el hombre caminaba sobre la faz de la luna que los gringos le
llaman “mun”.
Acariciándome nuevamente la
cabeza, concluyó su relato:
—Después de un año de
desaparecido, cuando todos los “sachacas” lo creían muerto y enterrado en su
chacra cerca del río, apareció caminando por la plaza, más colorado y gringo
que nunca, y con los mismos ojos azules, ahora más azules que el cielo de
Arequipa. Desde aquel momento, el Pancho cree que sabe hablar inglés, y por eso
es que él finge hacerlo, tan sólo para que todos sepan que él verdaderamente
estuvo en Estados Unidos.
Yo, con los ojos plantados en
las trenzas blancas de mi abuela, dibujaba una sutil sonrisa en mi cara, al
momento de sacar atónito una conclusión obligada:
—O sea que, así como los
norteamericanos llegaron primero a la luna, el pancho burro fue el primer
sachaca en llegar a Estados Unidos.
Mi abuela, con su siempre
tierna mirada de anciana, movió la cabeza confirmando mi certera conclusión.
—Sí, Marianito, por eso es que
él cree y está seguro que sabe hablar inglés.
—¡Gracias, abuela! —le dije
satisfecho y me fui.
Aunque les conté a mis amigos,
nunca me creyeron, y, aunque han pasado ya muchos años, los sachacas siguen
diciendo:
—¡El burro!, ¡el burro!, ¡ahí
viene el burro!
Arturo García, 1987
muy bueno
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