Cuento que relata las
misteriosas visiones que tuvo doña Javiera Lizárraga de Álvarez Comparet que
testimonian el cumplimiento de una profecía. Nombres ficticios.
Doña Eusebia Quiroz salió de
la vieja oficina de su abogado, un tinterillo de nombre Toribio Torres,
cerrando la puertezuela de madera con una furia incontenible. El golpe fue tan
fuerte que se quebró en mil pedazos uno de los vidrios catedral que adornaba la
puerta.
—¡Carajo!, ¡este desgraciado a
mí no me va a timar! —dijo la enfurecida señora que salía encorvada luciendo un
vestido negro semejante a una mortaja y llevando un carterón descolorido que
tenía maniatado en su brazo izquierdo.
—¡Todavía no ha nacido el
infeliz que sea capaz de vencer a Eusebia Quiroz viuda de Velarde! —profirió en
voz alta y con saña mientras ponía los pies en la vereda de la calle San
Francisco y empezaba a avanzar habilosamente.
—¡Si me sigue jodiendo, yo lo
voy a joder el doble! —decía mientras caminaba—. Voy a recurrir a todos mis
amigos y, si es necesario, al mismo diablo lo voy a poner de mi abogado. Ese
pobre “qquelqquere” va a saber quién soy yo —gruñía sin parar mientras se
perdía como arrastrada por el viento por la desolada calle Santa Marta que
conducía a la vieja plazuela de la antigua doctrina.
Y es que Toribio Torres
pretendía apoderarse de la cuantiosa fortuna que doña Eusebia heredaría de su
difunto esposo, para lo cual barajeó con astucia sus cartas y maniobró toda
clase de argucias mañosas que le permitieron maquinar un plan para hacer marear
a doña Eusebia: La había hecho firmar una supuesta y necesaria carta poder que
iba a utilizar este abogado para cobrar lo que no era suyo. Y al descubrirlo la
octogenaria explotó en una irremediable ira.
A paso ligero caminó las tres
cuadras que la llevaron hasta la plaza Santa Marta —ahora España— donde la
iglesia se encontraba con las puertas abiertas de par en par. Pudiendo haber
entrado para rezarle a San Judas Tadeo, prefirió sentarse en una de las
banquetas del centro de la plaza y meditar.
Por más de una hora, la
anciana mujer intentó sosegar su furia hasta conseguirlo justo cuando la noche
se avecinó con rapidez. Eran las seis de la tarde, y casualmente, desde donde
estaba sentada, pudo contemplar, con la placidez de un cardenal, el ocaso del
sol que lucía más colorado que de costumbre. Doña Eusebia veía cómo éste se
perdía por entre el balcón de la esquina y la horqueta de un jacarandá.
Allí tuvo su primera sibilina
visión: “le pareció haber visto a Satanás desnudo sobre una pila con una
horquilla en la mano señalando en dirección de la Plaza de Armas”. Doña Eusebia
frotó sus ojos con fuerza para borrar la imagen que creyó ver, pero luego ya no
hubo nada. No dio después mayor atención a lo sucedido. —Eran casi los mediados del siglo XIX y recién para 1921, en ese mismo
lugar, se colocaría una efigie de Neptuno que, casualmente, portaría una lanza
de tres puntas similar a la horquilla del diablo—.
Pasados al menos diez minutos,
la señora volvió a mirar en la misma dirección pudiendo ver, en medio de las
sombras casi como una figura grotesca, una gran serpiente escamosa que se
enrollaba en la horqueta del jacarandá. Era la segunda visión que tenía del
demonio.
No lo podía creer. Doña
Eusebia se sobresaltó y empezó por alejarse rápidamente de la plaza,
levantándose de la banqueta y apresurándose a cruzar la calle. Aunque la visión
la hizo asustar por un instante, tampoco le dio mucha importancia y caminó
presurosamente hasta llegar frente a la catedral donde ingresó a una de las
picanterías que había en el atrio para finalmente descansar pidiéndose un té
con anisado.
—¿Sabía usted que ha hecho
erupción el volcán Ubinas? —preguntó el joven tendero que servía a la vieja
señora una taza de té y se aprestaba a echarle una copa de anisado.
Doña Eusebia, aún turbada y
desdeñosa por la inoportuna pregunta, volteó a ver al tendero que la miraba con
una cautivadora sonrisa. Al mirarlo, allí estaba con un rostro casi angelical.
Nunca en su vida había visto unos ojos tan hermosos como aquéllos, que parecían
brillar desde el fondo. —era la tercera visión que tuvo del demonio.
—¡Buena mujer!, usted se
parece mucho a mi madre, —le dijo— y por eso sé que está usted en graves
problemas.
—¡Qué!, ¡cómo lo sabe! —se
dijo la señora para sus adentros.
—Confíe en mí, yo le puedo
aconsejar —agregó.
Doña Eusebia, seducida por las
afables palabras del joven mozo, desanudó su lengua y tuvo el impulso de
contarlo todo:
—Me quieren estafar,
jovencito, y no sé cómo enfrentar el problema. Ese desgraciado de mi abogado me
ha tendido una trampa para robarme la herencia de mi esposo.
—¡No se ofusque!, madrecita
linda —dijo el guapo joven—. Mis padres son italianos y ellos siempre me han
dicho que cuando tenga problemas sin solución haga una plegaria a San Lucifero,
el santo y príncipe de las causas imposibles.
—¿San Lucifero? —preguntó
extrañada.
—¡Sí!, pero qué, ¿no ha oído
hablar del obispo de Cagliari? —replicó el mozo.
Doña Eusebia, embelesada, lo
oyó hablar con tal verosimilitud que creyó ya saber de quién se trataba. —San
Lucifer, es un santo italiano del tercer siglo después de Cristo, que fue un
obispo de Cagliari, en Cerdeña—. Pero a él no se estaba refiriendo el
joven; en realidad, engañosamente estaba maquillando el nombre de Satanás.
—Primero, tiene usted que
invocar a este santo con estas palabras —dijo, empezando a explicar
ladinamente:
—“Oh príncipe de las causas
imposibles ven a socorrerme, yo me someto a ti en cuerpo y alma y espero contar
pronto con tus favores”.
—Tiene que decirlo durante
seis minutos —agregó.
Doña Eusebia se quedó casi
hipnotizada por estas palabras que sonrió largamente, comprendiendo que por fin
había encontrado la solución a sus problemas.
—¡Gracias!, jovencito. Esta
misma noche lo haré. —dijo la señora y se levantó para irse.
—¡Ah!, y no olvide. —aclaró el
mozo casi ya en el dintel de la puerta— Si el santo le concede la gracia que le
pide, usted tiene que entronizarlo en una iglesia antes de los seis meses, si
no, todo aquello que ha conseguido, lo perderá.
Pasadas las ocho de la noche,
el candil de bronce se prendió e iluminó con sus diáfanos rayos amarillos el
pequeño aposento de doña Eusebia, la viuda de Velarde. La señora, arrodillada
frente a su velador, donde había un retrato de su difunto esposo, empezó a
recitar la plegaria que le había encomendado el joven, por más de una hora.
—Por si acaso —se decía
mientras traspasaba los seis minutos indicados.
Luego de terminado el extraño
rosario, la anciana señora se quedó irremediablemente dormida. Como anestesiada
por un raro elixir, doña Eusebia, durmió roncando toda la noche y despertó al
otro día tendida en los pies de su alcoba con las manos extendidas.
—¡Carajo!, ¡qué me ha pasado!
—dijo la señora, aún sumida en el transe, mientras se incorporaba agarrándose
su canosa cabeza.
Se levantó, se puso un mantón,
porque sentía bastante frío, y se acercó a la ventana para abrirla y dejar
entrar el sol. Allí entonces recordó todo lo que había sucedido, quedándose
meditabunda sin poder salir de su extrañez.
—¡Toc!, ¡toc! —sonó la puerta.
Doña Eusebia caminó hasta ella
y la abrió sobándose los ojos para ahuyentar el sueño y averiguar de quién se
trataba.
—¡Doña Eusebia!, ¡buenos días!
—saludó entonces la criada que venía, como todos los días, a traerle el
desayuno.
—Entra Roberta. —dijo la
anciana mientras caminaba hacia la silleta de la mesa donde se sentó casi como
ida.
—Dame el periódico —le dijo.
Eusebia Quiroz, la única
heredera del difunto Fermín Velarde, se quedó petrificada cuando abrió el
periódico y leyó estupefacta un titular que decía:
—“Toribio Torres Penanillo, el abogado más famoso de Arequipa, murió
trágicamente arrollado por el tranvía frente a la pontezuela de la catedral en
la calle San Francisco”.
—¡Roberta!, ¡Roberta! —se
levantó eufórica de la mesa exclamando frases que la criada no entendía.
—¡Este santo sí que es
milagroso! —dijo, cogiendo a Roberta de los hombros.
—¡Gracias, San Lucifer!
¡Gracias, santito milagroso! ¡Gracias a ti, ese desgraciado abogado se ha ido
al infierno!, ¡gracias!, ¡gracias!
—voceaba alegremente, yendo de un lado para el otro.
Roberta jamás entendió lo que
sucedió, más bien sintió mucho pavor lo que la hizo persignarse inmediatamente.
Pasado un año de este
acontecimiento, doña Eusebia recibió finalmente la cuantiosa herencia de don
Fermín Velarle, que consistía en una grande y hermosa mansión en la calle La
Merced, muchas joyas, monedas de oro y seiscientos mil soles en reales de
plata.
Tras pensarlo repetidas veces,
decidió un día, regalar una misa a su difunto esposo en agradecimiento a su
gentil deseo de heredarle toda su fortuna en su testamento. Después de
analizarlo, optó por elegir a la catedral como iglesia para realizar la misa.
Invitó a todas las familias de la alta sociedad arequipeña, a las que
frecuentaba casi siempre, incluso pidió al obispo de la ciudad concelebrar la
misa, ya que era su gran amigo.
Doña Eusebia, alegre y altiva,
se sentó en el primer asiento, desde donde escuchó toda la homilía. Fue una
misa muy hermosa en la que se habló de todas las almas que están en el
purgatorio y esperan ser llevadas al cielo.
En el preciso momento de la
consagración, doña Eusebia vio pasar toda su vida en frente cuando experimentó
la cuarta y más terrible visión del demonio, al cual vio cómo se enroscaba
lentamente en la columna que sostenía al viejo púlpito de la iglesia. Por
primera vez, doña Eusebia pudo contemplar la cara del demonio, que tenía dos
cuernos como de un toro y los ojos brillosos, idénticos a los del joven mozo de
la picantería. Doña Eusebia supo entonces que había vendido su alma al diablo,
abandonando intempestivamente la catedral y correr en busca del joven mozo que
jamás encontró.
En realidad lo que le
preocupaba era la advertencia que le hizo al decirle:
—¡Ah!, y no olvide. Si el
santo le concede la gracia que le pide, usted tiene que entronizarlo en una
iglesia antes de los seis meses, sino, todo aquello que ha conseguido lo perderá.
El cuerpo se le escalofrió, ya
que de este acontecimiento había pasado más de un año y ella jamás pagó a San
Lucifero el favor que le hizo.
Por el lapso de quince días la
pobre señora experimentó en la infernal soledad de sus aposentos un gran
arrepentimiento y no sabía qué hacer. Sentía voces lúgubres que le decían, como
machacando su alma:
—¡Entronización!,
¡entronización!, ¡entronización!
Doña Eusebia decidió por fin
contar su terrible experiencia al párroco de la Catedral para pedir consejo y
poner fin a su tragedia. Salió de su casa como a las dos de la tarde y
emprendió su viaje subiendo por la calle La Merced al paso seguro de una
carreta que la llevaba.
Faltando tan sólo una cuadra
para llegar a la plaza de armas, el cochero pudo advertir un gran alboroto en
la esquina de la plaza.
—¡Señora Eusebia! —dijo con
voz preocupada—, algo está pasando en la Plaza de Armas.
La gente corría de un lado
para otro, como despavorida, gritando:
—¡Incendio!, ¡incendio!
Estando detenida la carreta,
doña Eusebia bajo del coche y preguntó a unos niños que pasaban:
—¿Qué está pasando?, niños
A lo que ellos respondieron
muy inquietados:
—¡Se está quemando la
catedral!
Fue como un puñal que se clavó
en el pecho de la anciana señora que se encogió de la impresión y avanzó
presurosa tropezando con el empedrado hasta llegar a la esquina donde, apoyada
a un portal, pudo contemplar que el infierno se había apoderado de la mayor
iglesia de la ciudad. El incendio era descomunal. Las lenguas de fuego salían
por las ventanas de la iglesia y se perdían por encima de las cornisas desde
donde se extendía una larga humareda negra.
Doña Eusebia lloró y tuvo que
desistir de su intención de confesar su calvario al párroco de la catedral, que
prácticamente se estaba extinguiendo. Volvió a casa para sumirse en un mutismo
casi monástico y seguir meditando, esta vez con una carga aún más pesada que
antes.
—¡¡¡Satanáaaas!!! —gritó
dolorosamente dentro de su solitaria mansión—. ¡Qué quieres de mí!
Nadie la oyó, ni el mismo
diablo, porque las paredes siguieron mudas.
Enfurecida e impotente, tiró
las cosas de la mesa y los libros del estante, desahogando toda su ira como
pudo. Uno de los libros que cayó pesadamente, justo encima de una Biblia, quedó
abierto en una de sus páginas donde se pudo leer un lacónico título que decía:
“LA ENTRONIZACIÓN DE UN SANTO”.
Días después, doña Eusebia,
presintiendo su pronta muerte, tuvo que tomar una precipitada e inapelable
decisión que, en realidad, buscaba pagarle al demonio su deuda y salvar su alma
y evitar irse al infierno. En la misma carreta, y con el mismo cochero, un día
viernes de cielo nublado, ya condenada al patíbulo y pendiendo sobre sí la
guillotina del averno, doña Eusebia Quiroz se dirigió a la notaría del doctor
Remigio Calderón para redactar su testamento.
—“…Todos mis bienes, mi casa,
mis joyas, mi dinero y las monedas de oro y plata que poseo, a mi muerte, serán
donadas a la Santa Catedral de Arequipa para ayudar a reconstruirla y
principalmente para la confección de un púlpito de ébano…” —dictó la señora,
que vestía su misma mortaja negra y portaba su acostumbrado carterón, mientras
el escribano tomaba nota prudente de cada palabra.
—¡Pero…!, —todos los presentes
se sorprendieron al oír el último acápite que debía contener el testamento— “…
el púlpito deberá contener en su base la imagen de Satanás enroscado como una
serpiente y sometido al poder de Dios.
Nadie comprendió la extraña
voluntad de la señora Eusebia, quien impávida firmó el colofón de su propia
vida.
Días después, cuando amaneció
el trece de agosto de 1868 —no se sabe si Dios o el diablo fue el que hizo
sentir su furia—, cuando un terrible terremoto destruyó casi en su totalidad la
ciudad de Arequipa, la catedral y la enorme y hermosa casa de doña Eusebia
Quiroz que murió aplastada por la bóveda de su propia alcoba.
Meses más tarde, ya superada
la tragedia, la notaría de Remigio Calderón dio lectura pública al testamento
de doña Eusebia. Los bienes y enseres quedaron sepultados y destruidos, las
joyas, el dinero y las monedas nunca fueron encontrados porque después del
terremoto los ladrones rebuscaron los escombros y se llevaron todo. Lo único
que quedó fue la gran casona que tuvo que ser rematada. Esta fue comprada en
ruinas por don Juan Villanueva a un irrisorio precio de 66,600 soles de oro,
que sirvieron únicamente para la confección del púlpito.
El albacea y encargado de dar
cumplimiento al testamento, don Filiberto Gonzales, buscó, primero en toda la
ciudad y luego en todo el país, un ebanista para que tallase el púlpito. No pudo
ubicar a ninguno de ellos, pues todos habían desaparecido misteriosamente, se
habían muerto o estaban demasiado ocupados. Entonces se tuvo que recurrir al
hermano del obispo de Arequipa que estaba en ese entonces en Europa, a quien se
le encargó la difícil misión que finalmente la pudo cumplir.
—Acuso recibo de su carta a la
que doy inmediata respuesta —escribió el hermano del obispo—. Después de un
arduo y a veces infructuoso trabajo de búsqueda, finalmente pude hallar un
artista tallador que vio con agrado realizar tan portentosa obra. Los talleres
se encuentran en la localidad de Lille, Francia. A vuelta de correo, espero se
me envíe el dinero para el inicio de las obras. —Como siguiendo una profecía, Lille era una ciudad que en ese siglo se
había convertido en el centro minero más importante de Europa, donde las minas
extraían el carbón que servía para las calderas de todas la industrias. Alguien
dijo alguna vez: “en Lille hay más carbón que en el mismo infierno”. Aún más,
uno de los ángeles caídos o demonios que acompañó a Lucifer, al ser expulsado
del cielo fue Lilit, cuyo nombre es excepcionalmente similar al de la ciudad
francesa—.
Cuando la escultura fue
concluida finalmente, fue enviada a Arequipa en un barco para ser instalada en
la catedral, pero tuvo que haber estallado la guerra con Chile, que
imposibilitó su llegada al puerto de Islay. Aún no se sabe cómo hicieron para
descargar las más de 15 cajas con las piezas que conformaban el púlpito. Con
todos estos inconvenientes, finalmente el sueño de doña Eusebia se hizo
realidad, cuando se armó el púlpito tras una gran expectativa.
Dando cumplimiento a tan
imponente obra de arte y a tan extraña profecía, para el día de la inauguración
el ejército chileno ocupó la ciudad de Arequipa, frustrando todas las
celebraciones que se tenían pensadas.
Han pasado casi ciento
cincuenta años desde que doña Eusebia Quiroz fue llamada por la muerte, siendo
un total misterio si finalmente entregó su alma al diablo o a Dios. Lo único
que sí se sabe es que aún permanece allí, bajo la tribuna del púlpito, perenne
como una roca, el mismo Lucifer que vio doña Eusebia, enroscado y con sus
filudos garfios asidos a la fría columna, una extraña obra que ciertamente hace
sentir con temor el ineluctable poder de Dios sobre el demonio.
Arturo García, 1989
Arturo García, 1989