jueves, 29 de septiembre de 2016

"LA MADRE DEL DIABLO" - Cuento de Arturo García






Cuento que relata las misteriosas visiones que tuvo doña Javiera Lizárraga de Álvarez Comparet que testimonian el cumplimiento de una profecía. Nombres ficticios.

Doña Eusebia Quiroz salió de la vieja oficina de su abogado, un tinterillo de nombre Toribio Torres, cerrando la puertezuela de madera con una furia incontenible. El golpe fue tan fuerte que se quebró en mil pedazos uno de los vidrios catedral que adornaba la puerta.
—¡Carajo!, ¡este desgraciado a mí no me va a timar! —dijo la enfurecida señora que salía encorvada luciendo un vestido negro semejante a una mortaja y llevando un carterón descolorido que tenía maniatado en su brazo izquierdo.
—¡Todavía no ha nacido el infeliz que sea capaz de vencer a Eusebia Quiroz viuda de Velarde! —profirió en voz alta y con saña mientras ponía los pies en la vereda de la calle San Francisco y empezaba a avanzar habilosamente.
—¡Si me sigue jodiendo, yo lo voy a joder el doble! —decía mientras caminaba—. Voy a recurrir a todos mis amigos y, si es necesario, al mismo diablo lo voy a poner de mi abogado. Ese pobre “qquelqquere” va a saber quién soy yo —gruñía sin parar mientras se perdía como arrastrada por el viento por la desolada calle Santa Marta que conducía a la vieja plazuela de la antigua doctrina.
Y es que Toribio Torres pretendía apoderarse de la cuantiosa fortuna que doña Eusebia heredaría de su difunto esposo, para lo cual barajeó con astucia sus cartas y maniobró toda clase de argucias mañosas que le permitieron maquinar un plan para hacer marear a doña Eusebia: La había hecho firmar una supuesta y necesaria carta poder que iba a utilizar este abogado para cobrar lo que no era suyo. Y al descubrirlo la octogenaria explotó en una irremediable ira.
A paso ligero caminó las tres cuadras que la llevaron hasta la plaza Santa Marta —ahora España— donde la iglesia se encontraba con las puertas abiertas de par en par. Pudiendo haber entrado para rezarle a San Judas Tadeo, prefirió sentarse en una de las banquetas del centro de la plaza y meditar.
Por más de una hora, la anciana mujer intentó sosegar su furia hasta conseguirlo justo cuando la noche se avecinó con rapidez. Eran las seis de la tarde, y casualmente, desde donde estaba sentada, pudo contemplar, con la placidez de un cardenal, el ocaso del sol que lucía más colorado que de costumbre. Doña Eusebia veía cómo éste se perdía por entre el balcón de la esquina y la horqueta de un jacarandá.
Allí tuvo su primera sibilina visión: “le pareció haber visto a Satanás desnudo sobre una pila con una horquilla en la mano señalando en dirección de la Plaza de Armas”. Doña Eusebia frotó sus ojos con fuerza para borrar la imagen que creyó ver, pero luego ya no hubo nada. No dio después mayor atención a lo sucedido. —Eran casi los mediados del siglo XIX y recién para 1921, en ese mismo lugar, se colocaría una efigie de Neptuno que, casualmente, portaría una lanza de tres puntas similar a la horquilla del diablo—.
Pasados al menos diez minutos, la señora volvió a mirar en la misma dirección pudiendo ver, en medio de las sombras casi como una figura grotesca, una gran serpiente escamosa que se enrollaba en la horqueta del jacarandá. Era la segunda visión que tenía del demonio.
No lo podía creer. Doña Eusebia se sobresaltó y empezó por alejarse rápidamente de la plaza, levantándose de la banqueta y apresurándose a cruzar la calle. Aunque la visión la hizo asustar por un instante, tampoco le dio mucha importancia y caminó presurosamente hasta llegar frente a la catedral donde ingresó a una de las picanterías que había en el atrio para finalmente descansar pidiéndose un té con anisado.
—¿Sabía usted que ha hecho erupción el volcán Ubinas? —preguntó el joven tendero que servía a la vieja señora una taza de té y se aprestaba a echarle una copa de anisado.
Doña Eusebia, aún turbada y desdeñosa por la inoportuna pregunta, volteó a ver al tendero que la miraba con una cautivadora sonrisa. Al mirarlo, allí estaba con un rostro casi angelical. Nunca en su vida había visto unos ojos tan hermosos como aquéllos, que parecían brillar desde el fondo. —era la tercera visión que tuvo del demonio.
—¡Buena mujer!, usted se parece mucho a mi madre, —le dijo— y por eso sé que está usted en graves problemas.
—¡Qué!, ¡cómo lo sabe! —se dijo la señora para sus adentros.
—Confíe en mí, yo le puedo aconsejar —agregó.
Doña Eusebia, seducida por las afables palabras del joven mozo, desanudó su lengua y tuvo el impulso de contarlo todo:
—Me quieren estafar, jovencito, y no sé cómo enfrentar el problema. Ese desgraciado de mi abogado me ha tendido una trampa para robarme la herencia de mi esposo.
—¡No se ofusque!, madrecita linda —dijo el guapo joven—. Mis padres son italianos y ellos siempre me han dicho que cuando tenga problemas sin solución haga una plegaria a San Lucifero, el santo y príncipe de las causas imposibles.
—¿San Lucifero? —preguntó extrañada.
—¡Sí!, pero qué, ¿no ha oído hablar del obispo de Cagliari? —replicó el mozo.
Doña Eusebia, embelesada, lo oyó hablar con tal verosimilitud que creyó ya saber de quién se trataba. —San Lucifer, es un santo italiano del tercer siglo después de Cristo, que fue un obispo de Cagliari, en Cerdeña—. Pero a él no se estaba refiriendo el joven; en realidad, engañosamente estaba maquillando el nombre de Satanás.
—Primero, tiene usted que invocar a este santo con estas palabras —dijo, empezando a explicar ladinamente:
—“Oh príncipe de las causas imposibles ven a socorrerme, yo me someto a ti en cuerpo y alma y espero contar pronto con tus favores”.
—Tiene que decirlo durante seis minutos —agregó.
Doña Eusebia se quedó casi hipnotizada por estas palabras que sonrió largamente, comprendiendo que por fin había encontrado la solución a sus problemas.
—¡Gracias!, jovencito. Esta misma noche lo haré. —dijo la señora y se levantó para irse.
—¡Ah!, y no olvide. —aclaró el mozo casi ya en el dintel de la puerta— Si el santo le concede la gracia que le pide, usted tiene que entronizarlo en una iglesia antes de los seis meses, si no, todo aquello que ha conseguido, lo perderá.
Pasadas las ocho de la noche, el candil de bronce se prendió e iluminó con sus diáfanos rayos amarillos el pequeño aposento de doña Eusebia, la viuda de Velarde. La señora, arrodillada frente a su velador, donde había un retrato de su difunto esposo, empezó a recitar la plegaria que le había encomendado el joven, por más de una hora.
—Por si acaso —se decía mientras traspasaba los seis minutos indicados.
Luego de terminado el extraño rosario, la anciana señora se quedó irremediablemente dormida. Como anestesiada por un raro elixir, doña Eusebia, durmió roncando toda la noche y despertó al otro día tendida en los pies de su alcoba con las manos extendidas.
—¡Carajo!, ¡qué me ha pasado! —dijo la señora, aún sumida en el transe, mientras se incorporaba agarrándose su canosa cabeza.
Se levantó, se puso un mantón, porque sentía bastante frío, y se acercó a la ventana para abrirla y dejar entrar el sol. Allí entonces recordó todo lo que había sucedido, quedándose meditabunda sin poder salir de su extrañez.
—¡Toc!, ¡toc! —sonó la puerta.
Doña Eusebia caminó hasta ella y la abrió sobándose los ojos para ahuyentar el sueño y averiguar de quién se trataba.
—¡Doña Eusebia!, ¡buenos días! —saludó entonces la criada que venía, como todos los días, a traerle el desayuno.
—Entra Roberta. —dijo la anciana mientras caminaba hacia la silleta de la mesa donde se sentó casi como ida.
—Dame el periódico —le dijo.
Eusebia Quiroz, la única heredera del difunto Fermín Velarde, se quedó petrificada cuando abrió el periódico y leyó estupefacta un titular que decía:
—“Toribio Torres Penanillo, el abogado más famoso de Arequipa, murió trágicamente arrollado por el tranvía frente a la pontezuela de la catedral en la calle San Francisco”.
—¡Roberta!, ¡Roberta! —se levantó eufórica de la mesa exclamando frases que la criada no entendía.
—¡Este santo sí que es milagroso! —dijo, cogiendo a Roberta de los hombros.
—¡Gracias, San Lucifer! ¡Gracias, santito milagroso! ¡Gracias a ti, ese desgraciado abogado se ha ido al infierno!, ¡gracias!, ¡gracias!  —voceaba alegremente, yendo de un lado para el otro.
Roberta jamás entendió lo que sucedió, más bien sintió mucho pavor lo que la hizo persignarse inmediatamente.
Pasado un año de este acontecimiento, doña Eusebia recibió finalmente la cuantiosa herencia de don Fermín Velarle, que consistía en una grande y hermosa mansión en la calle La Merced, muchas joyas, monedas de oro y seiscientos mil soles en reales de plata.
Tras pensarlo repetidas veces, decidió un día, regalar una misa a su difunto esposo en agradecimiento a su gentil deseo de heredarle toda su fortuna en su testamento. Después de analizarlo, optó por elegir a la catedral como iglesia para realizar la misa. Invitó a todas las familias de la alta sociedad arequipeña, a las que frecuentaba casi siempre, incluso pidió al obispo de la ciudad concelebrar la misa, ya que era su gran amigo.
Doña Eusebia, alegre y altiva, se sentó en el primer asiento, desde donde escuchó toda la homilía. Fue una misa muy hermosa en la que se habló de todas las almas que están en el purgatorio y esperan ser llevadas al cielo.
En el preciso momento de la consagración, doña Eusebia vio pasar toda su vida en frente cuando experimentó la cuarta y más terrible visión del demonio, al cual vio cómo se enroscaba lentamente en la columna que sostenía al viejo púlpito de la iglesia. Por primera vez, doña Eusebia pudo contemplar la cara del demonio, que tenía dos cuernos como de un toro y los ojos brillosos, idénticos a los del joven mozo de la picantería. Doña Eusebia supo entonces que había vendido su alma al diablo, abandonando intempestivamente la catedral y correr en busca del joven mozo que jamás encontró.
En realidad lo que le preocupaba era la advertencia que le hizo al decirle:
—¡Ah!, y no olvide. Si el santo le concede la gracia que le pide, usted tiene que entronizarlo en una iglesia antes de los seis meses, sino, todo aquello que ha conseguido lo perderá.
El cuerpo se le escalofrió, ya que de este acontecimiento había pasado más de un año y ella jamás pagó a San Lucifero el favor que le hizo.
Por el lapso de quince días la pobre señora experimentó en la infernal soledad de sus aposentos un gran arrepentimiento y no sabía qué hacer. Sentía voces lúgubres que le decían, como machacando su alma:
—¡Entronización!, ¡entronización!, ¡entronización!
Doña Eusebia decidió por fin contar su terrible experiencia al párroco de la Catedral para pedir consejo y poner fin a su tragedia. Salió de su casa como a las dos de la tarde y emprendió su viaje subiendo por la calle La Merced al paso seguro de una carreta que la llevaba.
Faltando tan sólo una cuadra para llegar a la plaza de armas, el cochero pudo advertir un gran alboroto en la esquina de la plaza.
—¡Señora Eusebia! —dijo con voz preocupada—, algo está pasando en la Plaza de Armas.
La gente corría de un lado para otro, como despavorida, gritando:
—¡Incendio!, ¡incendio!
Estando detenida la carreta, doña Eusebia bajo del coche y preguntó a unos niños que pasaban:
—¿Qué está pasando?, niños
A lo que ellos respondieron muy inquietados:
—¡Se está quemando la catedral!
Fue como un puñal que se clavó en el pecho de la anciana señora que se encogió de la impresión y avanzó presurosa tropezando con el empedrado hasta llegar a la esquina donde, apoyada a un portal, pudo contemplar que el infierno se había apoderado de la mayor iglesia de la ciudad. El incendio era descomunal. Las lenguas de fuego salían por las ventanas de la iglesia y se perdían por encima de las cornisas desde donde se extendía una larga humareda negra.
Doña Eusebia lloró y tuvo que desistir de su intención de confesar su calvario al párroco de la catedral, que prácticamente se estaba extinguiendo. Volvió a casa para sumirse en un mutismo casi monástico y seguir meditando, esta vez con una carga aún más pesada que antes.
—¡¡¡Satanáaaas!!! —gritó dolorosamente dentro de su solitaria mansión—. ¡Qué quieres de mí!
Nadie la oyó, ni el mismo diablo, porque las paredes siguieron mudas.
Enfurecida e impotente, tiró las cosas de la mesa y los libros del estante, desahogando toda su ira como pudo. Uno de los libros que cayó pesadamente, justo encima de una Biblia, quedó abierto en una de sus páginas donde se pudo leer un lacónico título que decía: “LA ENTRONIZACIÓN DE UN SANTO”.
Días después, doña Eusebia, presintiendo su pronta muerte, tuvo que tomar una precipitada e inapelable decisión que, en realidad, buscaba pagarle al demonio su deuda y salvar su alma y evitar irse al infierno. En la misma carreta, y con el mismo cochero, un día viernes de cielo nublado, ya condenada al patíbulo y pendiendo sobre sí la guillotina del averno, doña Eusebia Quiroz se dirigió a la notaría del doctor Remigio Calderón para redactar su testamento.
—“…Todos mis bienes, mi casa, mis joyas, mi dinero y las monedas de oro y plata que poseo, a mi muerte, serán donadas a la Santa Catedral de Arequipa para ayudar a reconstruirla y principalmente para la confección de un púlpito de ébano…” —dictó la señora, que vestía su misma mortaja negra y portaba su acostumbrado carterón, mientras el escribano tomaba nota prudente de cada palabra.
—¡Pero…!, —todos los presentes se sorprendieron al oír el último acápite que debía contener el testamento— “… el púlpito deberá contener en su base la imagen de Satanás enroscado como una serpiente y sometido al poder de Dios.
Nadie comprendió la extraña voluntad de la señora Eusebia, quien impávida firmó el colofón de su propia vida.
Días después, cuando amaneció el trece de agosto de 1868 —no se sabe si Dios o el diablo fue el que hizo sentir su furia—, cuando un terrible terremoto destruyó casi en su totalidad la ciudad de Arequipa, la catedral y la enorme y hermosa casa de doña Eusebia Quiroz que murió aplastada por la bóveda de su propia alcoba.
Meses más tarde, ya superada la tragedia, la notaría de Remigio Calderón dio lectura pública al testamento de doña Eusebia. Los bienes y enseres quedaron sepultados y destruidos, las joyas, el dinero y las monedas nunca fueron encontrados porque después del terremoto los ladrones rebuscaron los escombros y se llevaron todo. Lo único que quedó fue la gran casona que tuvo que ser rematada. Esta fue comprada en ruinas por don Juan Villanueva a un irrisorio precio de 66,600 soles de oro, que sirvieron únicamente para la confección del púlpito.
El albacea y encargado de dar cumplimiento al testamento, don Filiberto Gonzales, buscó, primero en toda la ciudad y luego en todo el país, un ebanista para que tallase el púlpito. No pudo ubicar a ninguno de ellos, pues todos habían desaparecido misteriosamente, se habían muerto o estaban demasiado ocupados. Entonces se tuvo que recurrir al hermano del obispo de Arequipa que estaba en ese entonces en Europa, a quien se le encargó la difícil misión que finalmente la pudo cumplir.
—Acuso recibo de su carta a la que doy inmediata respuesta —escribió el hermano del obispo—. Después de un arduo y a veces infructuoso trabajo de búsqueda, finalmente pude hallar un artista tallador que vio con agrado realizar tan portentosa obra. Los talleres se encuentran en la localidad de Lille, Francia. A vuelta de correo, espero se me envíe el dinero para el inicio de las obras. —Como siguiendo una profecía, Lille era una ciudad que en ese siglo se había convertido en el centro minero más importante de Europa, donde las minas extraían el carbón que servía para las calderas de todas la industrias. Alguien dijo alguna vez: “en Lille hay más carbón que en el mismo infierno”. Aún más, uno de los ángeles caídos o demonios que acompañó a Lucifer, al ser expulsado del cielo fue Lilit, cuyo nombre es excepcionalmente similar al de la ciudad francesa—.
Cuando la escultura fue concluida finalmente, fue enviada a Arequipa en un barco para ser instalada en la catedral, pero tuvo que haber estallado la guerra con Chile, que imposibilitó su llegada al puerto de Islay. Aún no se sabe cómo hicieron para descargar las más de 15 cajas con las piezas que conformaban el púlpito. Con todos estos inconvenientes, finalmente el sueño de doña Eusebia se hizo realidad, cuando se armó el púlpito tras una gran expectativa.
Dando cumplimiento a tan imponente obra de arte y a tan extraña profecía, para el día de la inauguración el ejército chileno ocupó la ciudad de Arequipa, frustrando todas las celebraciones que se tenían pensadas.
Han pasado casi ciento cincuenta años desde que doña Eusebia Quiroz fue llamada por la muerte, siendo un total misterio si finalmente entregó su alma al diablo o a Dios. Lo único que sí se sabe es que aún permanece allí, bajo la tribuna del púlpito, perenne como una roca, el mismo Lucifer que vio doña Eusebia, enroscado y con sus filudos garfios asidos a la fría columna, una extraña obra que ciertamente hace sentir con temor el ineluctable poder de Dios sobre el demonio.  

Arturo García, 1989                          

lunes, 26 de septiembre de 2016

"EL FANTASMA DEL SOMBRERO" - Cuento de Arturo García






Cuento basado en una anécdota muy antigua. Los hechos son reales y los personajes ficticios.

El magro y huesudo caballo se detuvo y desmontó don Amador, cual montonero arequipeño, empuñando una vieja lampa Fox inglesa en la mano como si fuera un fusil. La plantó en el “bordo” de la acequia de Tío, miró hacia los cuatro vientos: el Agramayo, Chiriguana, Huaranguillo y el cementerio y, después de consultar en su reloj de cadena, tiró una reverenda patada a la compuerta y la cerró.
—¡Don Amador!, ¡don Amador!, cinco minutitos más por favor para terminar de regar las papitas. —suplicó don José Luis, apareciendo como alma en pena.
—¡La hora es la hora! —contestó antes de subir al caballo— Ahora es turno de doña Manuela. Su mita empieza a las once en punto.
Y cerró el candado con saña, montó y se marchó al trote, dejando a don José Luis muy afligido y parado sin poder articular palabra alguna. Este caballerito agachó la cabeza y miró con pena hacia su pequeña tablada sembrada de papas que eran como sus “guaguas” que pedían agua y que iban a quedarse sedientas hasta la próxima mita.
—¡Almas de don Policarpio! —gimoteó don José Luis mirando hacia el cementerio que estaba cerca—. ¿Por qué será tan malvado este viejo? ¿Acaso nunca ha tenido sed? —y empuñando con fuerza su lampa se dijo así mismo como dictando una sentencia— Pero, ¡ay! de él, porque no sabe que las plantas, así como los animales, cuando están de hambre o de sed “ñacan” al Padre Eterno. ¡Éste tarda pero nunca olvida!
Y mientras oraba dando las quejas a la naturaleza, a Dios y al alma de don Policarpio sucedió un hecho fortuito que lo dejó perplejo:
Apareció de pronto hacia la entrada de la acequia, dando vueltas como un tronco, un perro muerto que venía arrastrado por las aguas, inflado como una tinaja. Al llegar a la compuerta, justo donde estaba parado don José Luis, resignado ante el infortunio, el perro se estancó entre un par de piedras y la rama de un “chopo”, y embalsó las aguas hasta hacerlas derramarse por encima de la compuerta. Entonces el agua discurrió nuevamente a través de la pequeña acequia rumbo a la tabladita.
¡Gracias, Dios mío!, ¡gracias don Policarpio! —vociferó con alegría el camayo, quien corrió con su “cabito” de lampa rumbo al papal— ¡Ya viene el agua, hijitos!, ¡ya viene! —les decía a sus plantas sedientas que acaso ¿no sonrieron con el viento?
Fue el mismo día, por la tarde, cuando el cielo se tornó carmesí, que don Amador volvió por esta ronda y se destinaba a pasar frente al cementerio, cuando su caballo extrañamente relinchó y se detuvo como espantado por algo que le trancó el paso y lo hizo “quimbear”.
—¡Carajo! ¿Qué le pasa a este cretino animal? —exclamó con exasperación don Amador e hincó con fuerza las espuelas haciendo que el caballo aligere el galope aunque sus ojos se desorbitaban y sus patas temblaban de miedo.
Avanzó no menos de veinte metros, tiempo en el cual el caballo daba marchas y contramarchas rehusándose a avanzar al trote como de costumbre. Don amador comprendió lo que sucedía cuando repentinamente la imagen fantasmal de un hombre apareció en frente de él como traído por el viento que silbaba desde el cementerio.
—¡Mierda! ¿Qué está pasando aquí…? —logró ulular mostrando, por primera vez en su vida, un temor incomprensible.
—¡Aléjate de mí, desgraciado! —gritó con voz trémula mientras se quitaba el sombrero y volteaba la mirada en otra dirección cerrando sus ojos con fuerza.
Al volver, el espectro se había ido. Don Amador respiró con alivio por un instante, pero al ponerse de nuevo el sombrero un sobresalto le hizo palpitar con fuerza el corazón. Nuevamente estaba allí ese maldito hombre moviéndose de lado a lado.
—¡Aaah! —dio un aterrador plañido y tiró de las riendas en un arrebato de nervios.
Por la impresión, claveteó nuevamente las espuelas y el caballo tiró para adelante y empezó el desboque que ya no pudo controlar don Amador. El potro corrió por entre los “ccallaccases” y los sauces, saltó las puentes de un solo brinco, “chimbeó” a través de las acequias, pasó de bordo a bordo, recorriendo casi un kilómetro de un camino plagado de compuertas, mientras el angustiado viejo se asía con fuerza de las riendas para no caer. Los ojos de don Amador, con la noche a cuestas, sólo distinguían el fondo rojizo que el cielo pintaba en Huaranguillo, donde cada vez que el caballo giraba, aparecía claramente la maldita imagen de ese hombre que salió del cementerio y lo acompañaba delante del caballo desbocado como conduciéndolo al infierno. Este fantasma iba y venía a porfía desafiando el aplomo imperturbable de este recio hombre de chacra que jamás le temió a nada.
Así la brutal cabalgada duró como diez minutos hasta que el caballo llegó a Alto de Amados donde finalmente concluiría la ruta infernal.
Don Amador logró hacer una increíble petición a Dios antes de ser tirado súbitamente a un alfalfar por el endemoniado caballo:
—¡Dios mío!, ¡sálvame de ésta y ya no volveré a ser un hombre malo…! —Y cayó revolcándose unos cinco metros.
Ya tendido en el alfalfar mirando a las estrellas, que se encendieron rápidamente en el cielo, el malvado rondador de antaño dio gracias a Dios y musitó calmadamente:
—¡Cumpliré!
Agarrando su sombrero en la mano, tornó al caballo que aún pastaba “desccolonchando” la alfalfa, lo agarró de la rienda y prefirió caminar jalando a su potro de regreso a casa, en un paso tan calmo que tuvo todo el tiempo del mundo para meditar lo que le había sucedido.
Al día siguiente, ya repuesto del incidente de la noche anterior, Amador se dispuso a ir a trabajar en su cotidiano oficio: el de rondador de aguas, para lo cual se colocó sus botas, desamarró su caballo, lo montó, cogió su lampa Fox inglesa y después de colocarse el sombrero, empezó el trajín de un nuevo y mejor día.
Pero Amador tuvo que advertir un detalle que jamás imaginó descubrir a la luz del día: Una pita con un curioso nudo en su extremo colgaba de su sombrero delante de él y a medida que cabalgaba, éste se movía de un lado a otro como si fuera una minúscula marioneta que, mirándola bien, parecía una persona o ¿quizás un espectro? Era el “fantasma del sobrero” que lo había espantado anoche a lo largo de un kilómetro haciendo que su caballo se desboque.
Don Amador sonrió, miró su reloj y, montado al lomo de su huesudo caballo, se abrió paso por el callejón de tierra que todos conocen como la ronda de Tío y que también conduce al cementerio de Sachaca, por donde desapareció en medio de una gran polvareda que levantó su inacostumbrada carcajada.

Arturo García, 2005

sábado, 24 de septiembre de 2016

"SOLDADOS DE MEDIA NOCHE" - Cuento de Arturo García





Cuento antiguo recogido del pueblo tradicional de Tingo que tuvo lugar a mediados del siglo XX.

El cine Variedades estaba totalmente repleto, abarrotado de rincón a rincón, de butaca a butaca. Las entradas para ver la película ganadora del Oscar de 1956 se habían agotado temprano y los últimos que lograron entrar tuvieron que pagar una reventa de hasta quince soles de oro. Eran las diez de la noche y ya iban tres horas de proyección de este fascinante largometraje que, a diferencia de otras películas, esta vez venía en cinemascope y technicolor.
La magia del cine en todo su esplendor se hacía pues posible gracias al ducho oficio de don Isidro, el viejo maquinista del cine, un tingueño que algunos conocían como “el cojo”. Era un hombre viejo pero muy habilidoso en alistar y enganchar los carretes al proyector en el momento preciso, y se mantenía activo durante toda película yendo y viniendo del escaparate a su banco desde donde controlaba eficientemente la proyección de la película. No era pues raro verlo trabajar confundido con los aromas de la carbonilla, la grasa y el celuloide y llevar sobre sí la vivencia de incontables anécdotas. Cuántas veces vio arderse los rollos, quemarse la lámpara, o enfrentar cortos circuitos, a lo que el público expectante siempre respondía con gritos y pifias furibundas que muchas veces se tornaban en burla y chacota, con frases como: —¡Cojo!, ¡cojo!, ¡la película!— Infinidad de contratiempos de los cuales este gran personaje siempre salía victorioso. Pero como en toda regla siempre hay una excepción, aquel día se tuvo que presentar la ocasión.
Toda la gente de la platea y la galería miraba atentamente cómo Charlton Heston, haciendo el papel de Moisés en la película “Los Diez Mandamientos”, levantaba las tablas de la Ley, una escena en la que Dios le estaba encomendando educar al pueblo de Israel que se estaba corrompiendo, instante en el que inesperadamente el cine se vio en penumbras. Un apagón general dejó a la ciudad de Arequipa en medio de una gran tiniebla que hizo detener los instantes finales de una película que había entrado rápidamente al desenlace.
Como siempre, confundidos con los chiflidos, nuevamente se produjeron los gritos de descontento y enfado acostumbrados:
—¡¡cojo…!!, ¡¡cojo…!!
Don Isidro, muy sereno y con la habilidad e ingenio que lo caracterizaba, salió por la ventanilla del proyector y apuntó al público con su gran linterna, que siempre acostumbraba llevar para alumbrar su camino de regreso a Tingo, lo que permitió que se calmen los ánimos. Todos comprendieron entonces que se trataba de un apagón general.
Pasada media hora en que la luz no volvía, la mayoría de la gente optó por ir retirándose, uno a uno, no sin antes hacer un acalorado reclamo en la boletería. Alrededor de las once de la noche don Isidro, al ver que ya no quedaba ningún espectador en el interior del cine, desconectó el proyector, cerró las puertas y salió junto con el portero, la boletera y el administrador rumbo a la calle Ejercicios —ahora Alvarez Thomas que lucía oscura y casi fantasmal, alumbrada de vez en cuando por algún taxi que subía lentamente escudriñando a los transeúntes en pos de alguna carrera.
—¡Por qué será el apagón!, ¿no? —preguntó Paquita la boletera, mientras se ponía su sacón y el administrador echaba candado a las rejas.
—Es raro que suceda esto. —respondió don Isidro— Y parece que es general.
—¿Habrá también apagón en Tingo? —preguntó el portero mirando a don Isidro que no traía su linterna en la mano como de costumbre. La había olvidado adentro.
—¿Cómo te vas a ir, Isidro? —dijo preocupada Paquita.
—Ya estoy acostumbrado a irme a pie hasta Tingo. Sólo tengo que agarrar la línea del tranvía o del tren y bajar derechito hasta la puerta de mi casa —respondió don Isidro, dibujando una leve sonrisa en su cara— Cuando hay alguien que va por el mismo camino que yo, me acompaño con él; si no, tengo mi linterna; si no hay linterna, está la luna; y si no hay luna, me hago acompañar con las estrellas; y si está nublado, están los fantasmas que me acompañan todos los días. —agregó soltando una carcajada, a lo que Paquita sólo atinó a decir:
—¡Eres medio raro!, Isidro —después de lo cual se dieron la mano para despedirse y partieron por caminos diferentes: El portero se fue rumbo a Ferroviarios, Paquita y el administrador subieron juntos en dirección de la Plaza de Armas, e Isidro, cojeando con su pequeño bastón en la mano, a la luz tenue de una luna menguante, empezó a bajar rumbo a Tingo.
Recorrió el bulevar Parra en toda su longitud hasta llegar al puente de la torrentera del Palomar. El camino se hacía visible a veces gracias a que la luna menguante alumbraba a penas con su agónica luz, pero se volvía a oscurecer cuando una nube salía a su paso y volvía a eclipsarla. Entonces creyó ver a alguien que venía detrás de él presuroso para alcanzarlo, pero volvía a perderse por la intermitente oscuridad que ocasionaban las nubes y la luna.
Así se la pasó casi todo el viaje hasta llegar a la segunda torrentera, justo cerca del cuartel de Tingo. Don Isidro había recorrido este camino infinidad de veces, tanto así que lo conocía como la palma de su mano, y si él quisiese lo recorrería con los ojos vendados. También, en los quince años que tenía trabajando como maquinista del cine, algunas veces tuvo visiones raras, principalmente donde había hileras de sauces que se meneaban con el viento produciendo ruidos extraños. Por allí, un par de veces, miro imágenes fantasmales, como la de una mujer vestida de blanco o la de dos soldados que salían y se volvían a esconder a lo largo del sauzal. Pero don Isidro nunca dio crédito a estas apariciones, por lo que siempre las pasaba como desapercibidas.
—“A los muertos no hay que tenerles miedo, pero sí a los vivos”— decía siempre a su hija cada vez que le recomendaba cuidarse.
A lo que sí tenía bastante miedo, en realidad, era a los asaltantes, que últimamente habían proliferado cerca de la torrentera, y de donde salían y sorpresivamente “cogoteaban” a cualquiera que pasara por allí. Don Isidro, un hombre ya viejo y cojo, sabía que quizás no tendría chance si fuera asaltado, por su obvia minusvalía; por ello caminaba un poco más a prisa que de costumbre y con más precaución.
Aquella noche, cuando el reloj marcó las doce en punto, don Isidro sintió un escalofrío tremendo en su sangre, cuando de abajo del puente de sillar emergieron cuatro siniestros hombres que en un instante identificó como asaltantes. Faltaban, a penas, cien metros para llegar al Cuartel de Tingo, entonces don Isidro ya no tuvo otra alternativa que seguir adelante pues el cuartel le daba cierta tranquilidad y garantía. Aceleró el paso, se persigno, y oró una breve oración a los ángeles custodios, a los que les tenía bastante fe, antes de enfrentar a los malhechores que ya casi los tenía encima. Con la frente fría y las manos sudorosas dentro de su bolsillo, don Isidro pudo ver cómo cada uno de ellos sacaba de su gabardina un filudo cuchillo que relumbró e hizo agudizar sus ojos y palpitar su corazón con intensidad.
—¡Don Isidrooo! ¡Don Isidrooo! —creyó haber escuchado detrás suyo una voz que lo llamaba, pero los nervios le habían clavado el pescuezo al pecho y no pudo voltear a ver de qué se trataba. Tuvo que seguir avanzando cuando ya los tenía a menos de diez metros. Lo único que hizo, al verlos cerca, fue empuñar fuertemente su bastón y entregarse a su suerte. Optó por detenerse un instante para ponerse como una estatua de piedra ante el encuentro inminente —lo había visto en el cine donde aquellos valientes al verse perdidos se detenían y se ponían fríos para no sentir miedo ni dolor— y los miró fijamente a los ojos esperando ser atacado. Ellos también lo miraron, pero con odio, con rabia, y le hicieron una mueca de desagrado cuando al estar ya junto a él, los cuatro se pasaron de largo sin siquiera tocarlo.
—¡Qué! —don Isidro no comprendió.
Hubiera querido quedarse allí parado para tratar de entender, pero sabía que tenía que proseguir su camino porque podían regresar por sus espaldas y quizás no tendrían ya piedad de él. Avanzó, casi triunfante y con paso más calmado, hasta llegar a la esquina donde empieza la calle que baja a la Alameda y donde él vivía, cuando algo lo hizo voltear para examinar calle arriba y ver si aún estaban los atracadores.
Y sí pudo verlos. Los facinerosos terminaban de asaltar a una persona que venía por detrás. Le quitaron todo lo que traía puesto, lo golpearon y lo dejaron ir con la cabeza ensangrentada.
Don Isidro tornó velozmente hacia él para asistirlo, cuando en ese preciso instante las luces de la ciudad de encendieron y la calle se vio iluminada por los escasos faroles que había frente al cuartel.
—¡Ricardo! —exclamó don Isidro al reconocerlo—. ¡Eras tú el que me llamaba!
—¡Sí!, don Isidro. Trataba de alcanzarlo, desde muy arriba. Yo le gritaba pero no me escuchaba.
—Vas a disculpar Ricardito, me ofusqué al ver a esos hombres que venía hacia mí. —dijo consternado don Isidro.
—¿Pero por qué?, —inquirió Ricardo— si usted venía acompañado.
—¡Cómo! —dijo sorprendido don Isidro.
—Sí, don Isidro, yo quería alcanzarlo para caminar con ustedes y cruzar juntos el puente de la torrentera. Ya me habían dicho que por aquí están asaltando mucho.
—¡Pero si yo venía solo! —exclamó don Isidro, mientras le alcanzaba su pañuelo para que se limpie la sangre de la frente.
—Don Isidro, usted caminaba con dos soldados, uno a cada costado. Iban con sus rifles al hombro, por eso los asaltantes no le hicieron nada y se pasaron de frente.
—¡Eso no es posible, Ricardito! Yo te lo puedo jurar que nadie venía conmigo.
—Entonces, —dijo Ricardo— ¿me va a decir que son fantasmas?
Don Isidro, el “cojo Isidro”, mirando, casi con ternura a Ricardo y agarrándole los hombros, le contó aquello que parecía más bien una confesión:
—Ricardito, para mí que son los ángeles, —dijo— ¡Sí!, los ángeles custodios, a los que he invocado mientras rezaba en mi angustia.
—¡Es increíble! —siguió hablando don Isidro mientras ayudaba a caminar al muchacho— Yo pensé que esto de los ángeles sólo se daba en el cielo, pero ahora veo que se pueden aparecer cuando verdaderamente estás en peligro. Yo he sabido de una señora que miró cuando un enorme tablón cayó encima de su hijo, y todos vieron que ella corrió y solita lo levantó para liberarlo, cosa a lo que la gente opinó que era la adrenalina, pero la señora juró haber visto a unos jóvenes que la ayudaban a levantar el tablón.
—Entonces, los ángeles —agregó— se pueden presentar de cualquier forma. Esta vez se han vestido de soldados, pero no del cuartel de Tingo, sino de otro cuartel más divino: el de los cielos.
Los dos vecinos bajaron la cuesta abrazados como veteranos venidos de la guerra, mientras don Isidro volvió a preguntar:
—¡Cuéntame!: ¿cómo eran?, ¿verdaderamente traían uniforme y fusiles…?
—¡Sí, don Isidro!

Arturo García, 2007