No había terminado de leer el
diario “La Bolsa”, donde oraba un doloroso titular que decía: “Armas, armas
pide Arequipa con la desesperación de un león aprisionado”, cuando Sabino
Villanueva, el sacristán de la parroquia, tuvo que subir a la torre de la
iglesia a tocar “La Perpetua” —la anciana campana de Sachaca— y llamar así a la
misa de las seis de la mañana.
Como cada día, el viejo
sacristán escalaba los casi cuarenta peldaños de sillar para llegar al lomo de
su iglesia; entonces, qué relajante y hermoso espectáculo observaba cada vez
que coronaba la torre, donde estaba amarrada, con reatas de cuero de chivo, su
vieja amiga a la que quería mucho, tal vez como a una hija. Y es que él siempre
decía que casi había nacido en esta iglesia a la que trataba como a su casa y
algunas veces como a su jumento.
—¡Parece una tiznada burra
blanca amarrada a las rocas del cerro, donde para hacer rebuznar las campanas
tengo que montarla a pelo…! —decía, mientras descargaba una grotesca carcajada que
mostraba sus tremendos y amarillentos dientes.
Ahí estaba, pues, a un costado
del campanario, triunfante de su larga escalada. Era 1883 y Sabino, sin duda,
todavía tenía fuerzas para repicar su querida campana a la que él mismo le puso
como apelativo: “La Perpetua”, —aquélla que fuera fundida en honor a la Señora
del Perpetuo Socorro de Sachaca— de quien era, además, uno de sus más
fervientes devotos.
Antes de tocarla, se sentaba
en su banco de sillar y sonreía, pues desde allí se podía ver toda la inmensa
campiña de Arequipa como un gran mantón tejido con paja de trigo, remendado con
alfalfares y zurcido de largas hileras de verdes sauces que pintaban, junto con
el Misti, la más bella de las acuarelas.
Sabino Villanueva era pues un
encorvado caballerito de cuerpo nudoso y adusto que hacía ya ochenta años tenía
el orgulloso oficio de campanero y sacristán, razón por la cual vio crecer y
pasar a casi cuatro generaciones de este pueblo, que incluían al mismo obispo
de Arequipa, don José Sebastián de Goyeneche. Por eso es que muchos lo querían
y respetaban pues sabían que él era el eterno custodio de la iglesia de
Sachaca, quizás un patriarca. Algunos
“ccoros” cuentan que, más de una vez, lo vieron agarrando la zurriaga y
dándoles la cuera a los santos, a los que llamaba “hijos descarriados y
andariegos”, porque, según decía, se escapaban de la iglesia para hacer sus
travesuras en lo alto del cerro de donde siempre regresaban empolvados y
espinados de “ccorotillas”.
Así pues, como ya era
costumbre, siempre, antes de tocar las campanas, se sentaba a fisgar hacia las
chacras para ver por dónde había cosechas, y procurar así las “primicias” para
la manutención de él y del cura Bernardino Herrera. Entonces, para tal fin, se
inflaba como un sapo, con el orgullo de un corregidor, en dirección de donde
agudizaba la miraba. Por si fuera poco, este personaje, cual astuto gallinazo,
sintonizaba sus presas clavando los pulgares en su hermoso cinturón, que
destellaba a veces como un diamante. Era su vieja correa de cuero forjado que
tenía en la hebilla un bello escudo que decía “República Peruana”. Sabino
siempre contaba a los “ccoros” que esta correa perteneció al mismo Mariscal don
Ramón Castilla, quien se la obsequió el día que regresó a Lima con sus huestes,
que estuvieron acantonadas en este cerro por más de ocho meses antes de
retornar a la capital.
—¡Fue mi gran amigo! —decía
arrogante.
Desde entonces él se sentía el
hombre más orgulloso de Sachaca ya que amarraba sus pantalones con la honorable
correa del Presidente de la República, al que alguna vez vio cómo se alejaba
con su caballería cruzando el río Chili, a vado por Tingo, triunfante de la
revolución de Vivanco. Siempre que Sabino contemplaba la campiña, recordaba
aquellos gloriosos días en que Ramón Castilla salió de Sachaca diciendo:
—“… me voy, pero aquí se queda
el imperio de la Constitución…”.
Aquella mañana de octubre, las
escenas que pasaban por la mente de Sabino fueron interrumpidas súbitamente por
un hecho muy extraño. Los ojos de este viejo gallinazo se agudizaron más que
nunca, en dirección al paso de Tingo, cuando una inmensa mancha de soldados,
con chaquetas de faldón azul y pantalón rojo, cortaban las aguas del Chili
atravesando de la otra banda a ésta donde Sabino y el cerro del Mariscal se
encontraban asombrados.
Los viejos ojos del solitario
campanero pronto advirtieron una bandera de tres colores que tenía en su
costado una estrella: Era el ejército invasor chileno que había llegado a
Arequipa, que había llegado a Sachaca.
Por escasos cinco minutos, que
parecieron una eternidad, la cabeza y la mirada de Sabino se aletargaron en un
profundo mutismo quedándose quieto sin reacción. Habría querido que nunca
hubiera amanecido este siniestro día de octubre. Pero así era. Nada hizo
presagiar este terrible momento, que para este lejano cerrito de Sachaca sólo
existía en la fantasía del frío diario “La Bolsa” de Arequipa, que contaba,
quizás ajeno e indolente, la guerra que se libraba en la lejana provincia de
Tarapacá.
Y ahí estaban los chilenos
marchando como alfiles azules, pisando los trigales de los Paz y Basurco, con
sus desgastados “calamorros”, aquellas odiosas botas amarillas que dejaban
largos callejones en los pajonales, y al hombro, sus largos fusiles de
reluciente bayoneta.
Después de esos eternos cinco
minutos, en que relució por última vez la hebilla de la correa del Presidente
de la República, Sabino reaccionó, pasando por su atiborrada mente una idea que
siempre tenían en cuenta los sachacas: “Hacer tañer la Perpetua en caso de
emergencia”. ¿Acaso no clamó con desgarro, hasta hacer eco en los volcanes, el
día que murió Gregorio Tamayo?; ¿acaso no clamó también cuando el pueblo se
unió para arriar la bandera de la Confederación?, y ¿acaso no se oyó con
insistencia el clamor de la Perpetua cuando se incendió la casa del alcalde y
todos vinieron a hacer fuerza común y apagar el incendio? Entonces, Sabino
corrió con paso muy lerdo, ¡demasiado lerdo!, hacia la vieja torrecilla y se
colgó con toda su alma de la gran campana cuyo badajo pesaba más que nunca y se
rehusaba a repicar.
¡Cuán poco hubo sonado!,
mientras los ojos se inundaban de sendos chorros de lágrimas que declinaban a
abandonar la arrugada cara del anciano sacristán. Su sorda y trémula voz,
ahogada por la impresión, sólo logró gritar aquella pequeña letanía:
—¡Los chilenos!, ¡salgan!,
¡los chilenos nos invaden!—
Jamás asomó nadie. Sabino
había olvidado que todos los jóvenes, a los que él llamaba con cariño los
“ccoros”, se habían alistado en el ejército para ir a combatir a la provincia
arequipeña de Tarapacá de donde nunca más volvieron. Sólo asomaban ancianos y
niños por las temerosas puertas de madera de sauce rajado mirando despavoridos
al campanario. Ya ni los perros ladraban.
Cuando Sabino hubo bajado a la
calle por la puerta de la sacristía, los chilenos ya estaban amarrando los
caballos en los árboles de la plaza. Sólo se advertía carcajadas de soldados
que desmontaban y bajaban sus fusiles, se quitaban las botas para limpiar la
paja y la tierra, sentándose en las gradas del atrio de la iglesia.
El desprecio de los pobladores
era unánime. Sólo algunos niños se atrevían a saludar a los soldados
preguntando ingenuamente:
—¿Se van a la guerra con
Chile?
Sabino avanzó lentamente hasta
la peana de la cruz y allí se sentó con la gran “llave de loba” que apretaba
tembloroso entre sus enjutas manos. Y lloró amargamente. El aún recordaba
cuando Ramón Castilla y el ejército peruano arribaron a la plaza con gran
gallardía, cosa que contrastaba con este ejército insensible y siniestro.
Esta meditación fue
interrumpida repentinamente por la puerta del Cabildo que fue derribada a
patadas por los soldados quienes entraron y empezaron a romper todo lo que
encontraban. Todo aquello de valor, como el reloj del Salón Consistorial, fue
robado. La Bandera Peruana ni siquiera fue arriada, simplemente derribaron el
mástil y la quemaron, y plantaron en su lugar una bandera chilena, utilizando
el viejo balcón de la Escuela de Varones. Era tan indignante ver cómo salían
volando los libros y enceres de la escuela, que los “sachacas” preferían cerrar
sus puertas y jalar a los niños hacia adentro.
Sabino, entonces, pensó para
sus adentros:
—¡Mi iglesia, no me la
tocarán!
Y cuando se disponía a
esconder la llave en el bolsillo, repentinamente un soldado, que tenía un
bonete con el escudo chileno, le dijo:
—¡Alto! —mientras se aprestó
rápidamente a quitarle la llave de la mano.
—¿Tú eres el sacristán?, ¿no
es así? —hablóle con un acento distinto al que jamás había oído.
Sabino ya no pudo articular
ninguna palabra desde aquel momento, la garganta se le anudó para siempre.
El militar miró con una
sonrisa cínica al anciano para después gritar:
—¡Batallón Coquimbo!, a la
parroquia. ¡Batallón Aconcagua!, a la iglesia. —No dijo más.
Mientras tanto, Sabino cerró
sus ojos un instante para luego emprender su caminata rumbo a su autoexilio —a
algún lugar del Cerro de la Aparecida—, a donde llegó después de diez minutos
para sentarse en el peñasco más alto, contemplar eternamente la iglesia, el
campanario con su amada Perpetua, y a los chilenos entrando los caballos y
pertrechos a la iglesia.
En las laderas de este cerro,
Sabino se ocultó en el granero de don Francisco Valencia Cornejo, aquel
benefactor que nunca negó una “primincia” a la parroquia, y donde no faltaría
provisiones para vivir, mientras los invasores ocupaban y arrasaban contra el
pueblo de Sachaca, donde ya no quería regresar por la ignominia de ver flamear
la bandera chilena en lo alto de la iglesia, donde antes él mismo subió e izó,
por encargo del presidente Castilla, la bandera roja y blanca.
Sabino, silencioso como las
piedras del peñasco, creyó haber habitado en ese cerro algo más de tres
cuaresmas cuando, en un amanecer de junio, como lo hacía rutinariamente, salió
a traer una cantarilla de agua y pudo ver con asombró que la plaza de Sachaca
lucía desierta, y en vez de soldados pudo ver sólo las vacas y burros de doña
Dominga que pasaban rumbo al monte del río, y algunos “ccoritos” jugando a los
“friles” en el atrio de la iglesia.
Era difícil saber si aquella
expresión que se dibujó en su arrugada cara representaba júbilo o angustia. Lo
que sí fue elocuente fue el golpe que produjo la cantarilla de agua que
súbitamente tiró sobre un barranco de piedras, donde había un gran tunal.
Sabino, en ese instante en que la cantarilla rodaba y rodaba, por entre las
piedras y tunas, ya no estaba presente, se había ido dejando su alma parada que
continuaba mirando hacia Sachaca.
Fueron nuevamente diez minutos
—que separa a ambos cerros— que Sabino demoró en llegar a la plaza. Se detuvo
largamente sin saber qué hacer, o más bien, sin querer hacer lo que él temía
que tenía que hacer: entrar a la iglesia.
A Sabino no le importó que la
guerra había terminado, sólo quería ver que su iglesia todavía estaba allí con
sus santos descarriados y andariegos, su virgen del Perpetuo Socorro, su Jesús
Nazareno y su Señor del Auxilio.
Cuando iban a dar las siete de
la mañana, Sabino, con un fuerte empujón, que le dio su alma que recién volvió
a su cuerpo desde el Cerro de la Aparecida, empezó a caminar para entrar a la
iglesia cuyo portón estaba entreabierto, con la batiente ensuciada con
estiércol de caballo. Al rechinar las puertas, al momento de abrirse, un rayo
fulminante de sol pareció encender los candelabros de la iglesia con una luz
siniestra que reveló, ante los ojos impávidos del viejo sacristán, la misma
escena que debió haberse visto el día después de la crucifixión de Jesús: Las
bancas estaban rotas, las paredes tiznadas de los fogones que se hicieron para
cocinar el hambre de los soldados chilenos, y mucha basura por doquier. Jesús
Nazareno estaba con la cabellera empolvada y sin su corona de plata, que otrora
fue regalada por el cura Tamayo; la cruz no tenía sus cantoneras de hermosos
rayos dorados. La virgen del Perpetuo Socorro, lucía mancillada: los malditos
sacrílegos —como los que sortearon las vestiduras de Jesús— robaron y se
repartieron todas sus alhajas, corona de plata y muchos otros adornos que
siempre Sabino solía limpiar para su fiesta. Lo peor de todo, es que a lo largo
de toda la nave, de piso de ladrillo, había cualquier cantidad de guano de
caballo, ya que la iglesia también sirvió de caballeriza.
Sabino, sentándose en un
peldaño del púlpito, se sintió como el apóstol Pedro. Volvió a llorar
amargamente. Para él ni siquiera hubo un gallo que le cantara tres veces, para
hacerle recordar su cobardía que lo hizo huir dejando abandonada la iglesia y
haber negado a Dios al no decir que sí era el sacristán. Cuando los ojos, que
ya no tenían lágrimas, no podían llorar más, el alma empezó a mugir ante el
cataclismo que se presenciaba. Entonces, Sabino, mirando fijamente hacia las
gradas del campanario, decidió morir.
El reloj, que ya no estaba en
la sacristía, marcó las siete de la mañana cuando Sabino, después de ochenta años,
se aprestó a subir a jalar por última vez el badajo de la Perpetua, que ahí aún
seguía esperándolo para fisgonear las “primincias”.
Sabino se volvió
repentinamente en un tardo anciano y avanzó, paso a paso, hasta llegar a las
gradas que suben al campanario, humillado y arrepentido. No fue capaz de
levantar la cabeza para ver a sus queridos santos. Habiendo abierto la puerta
del bautisterio que conduce a la torre, inesperadamente, Sabino divisó la llave
de la iglesia que yacía tirada debajo del confesionario. Se agachó lentamente y
la recogió, contemplándola como quien contempla el arma del asesino. La sepultó
en el fondo de su raído bolsillo y dio marcha ineluctable hacia el campanario.
Ya no tuvo la prisa de otros años en que, “en dos patadas”, montaba su burra
tiznada, como así le llamaba a su iglesia, para hacerla rebuznar y llamar a la
misa de las seis. No. Ahora le costaba dar un paso cuesta arriba. Si habríamos
querido medir el tiempo que duró en coronar la torre, pensaríamos que fueron,
por lo menos, ocho largas horas.
Cuando finalmente Sabino se
encontró “frente a frente” con la enorme campana, de una tonelada de frío
bronce, cayó de bruces hasta lamer la arena, mezclando sus lágrimas con las
astillas del carrizo, que eran los viejos testigos de los “cuetes” que avisaban
al pueblo las fiestas de Jesús Nazareno y la Virgen del Perpetuo Socorro.
Se levantó otra vez y cogió el
helado badajo y prontamente lo lanzó furioso contra la campana para hacerla
tañer con su grave y atronador “talán”.
La Perpetua retumbó entonces sola ante la mirada de las otras tres
campanas que había en el campanario y que no se atrevían a canturrear, sólo
temblaban de miedo.
Todo el pueblo de Sachaca
escuchó ese tremebundo clamor —que sólo era para llamar al socorro popular—, y
que ahora sonaba como un quejido, una sentencia. La diezmada población del
cerrito salió y se acercó a la plaza a indagar qué sucedía.
Sabino logró tocar siete
campanadas, una cada vez más dolorosa que la otra, y, después del último golpe
del badajo, se lanzó al vacío, cayendo en el atrio y derramándose su alma como
la cantarilla de agua que lanzó a los tunales.
Arturo García, 1993
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