martes, 20 de septiembre de 2016

"EL VUELO DEL SACRISTÁN" - Cuento de Arturo García






No había terminado de leer el diario “La Bolsa”, donde oraba un doloroso titular que decía: “Armas, armas pide Arequipa con la desesperación de un león aprisionado”, cuando Sabino Villanueva, el sacristán de la parroquia, tuvo que subir a la torre de la iglesia a tocar “La Perpetua” —la anciana campana de Sachaca— y llamar así a la misa de las seis de la mañana.
Como cada día, el viejo sacristán escalaba los casi cuarenta peldaños de sillar para llegar al lomo de su iglesia; entonces, qué relajante y hermoso espectáculo observaba cada vez que coronaba la torre, donde estaba amarrada, con reatas de cuero de chivo, su vieja amiga a la que quería mucho, tal vez como a una hija. Y es que él siempre decía que casi había nacido en esta iglesia a la que trataba como a su casa y algunas veces como a su jumento.
—¡Parece una tiznada burra blanca amarrada a las rocas del cerro, donde para hacer rebuznar las campanas tengo que montarla a pelo…! —decía, mientras descargaba una grotesca carcajada que mostraba sus tremendos y amarillentos dientes.
Ahí estaba, pues, a un costado del campanario, triunfante de su larga escalada. Era 1883 y Sabino, sin duda, todavía tenía fuerzas para repicar su querida campana a la que él mismo le puso como apelativo: “La Perpetua”, —aquélla que fuera fundida en honor a la Señora del Perpetuo Socorro de Sachaca— de quien era, además, uno de sus más fervientes devotos.
Antes de tocarla, se sentaba en su banco de sillar y sonreía, pues desde allí se podía ver toda la inmensa campiña de Arequipa como un gran mantón tejido con paja de trigo, remendado con alfalfares y zurcido de largas hileras de verdes sauces que pintaban, junto con el Misti, la más bella de las acuarelas.
Sabino Villanueva era pues un encorvado caballerito de cuerpo nudoso y adusto que hacía ya ochenta años tenía el orgulloso oficio de campanero y sacristán, razón por la cual vio crecer y pasar a casi cuatro generaciones de este pueblo, que incluían al mismo obispo de Arequipa, don José Sebastián de Goyeneche. Por eso es que muchos lo querían y respetaban pues sabían que él era el eterno custodio de la iglesia de Sachaca, quizás un patriarca.  Algunos “ccoros” cuentan que, más de una vez, lo vieron agarrando la zurriaga y dándoles la cuera a los santos, a los que llamaba “hijos descarriados y andariegos”, porque, según decía, se escapaban de la iglesia para hacer sus travesuras en lo alto del cerro de donde siempre regresaban empolvados y espinados de “ccorotillas”.
Así pues, como ya era costumbre, siempre, antes de tocar las campanas, se sentaba a fisgar hacia las chacras para ver por dónde había cosechas, y procurar así las “primicias” para la manutención de él y del cura Bernardino Herrera. Entonces, para tal fin, se inflaba como un sapo, con el orgullo de un corregidor, en dirección de donde agudizaba la miraba. Por si fuera poco, este personaje, cual astuto gallinazo, sintonizaba sus presas clavando los pulgares en su hermoso cinturón, que destellaba a veces como un diamante. Era su vieja correa de cuero forjado que tenía en la hebilla un bello escudo que decía “República Peruana”. Sabino siempre contaba a los “ccoros” que esta correa perteneció al mismo Mariscal don Ramón Castilla, quien se la obsequió el día que regresó a Lima con sus huestes, que estuvieron acantonadas en este cerro por más de ocho meses antes de retornar a la capital.
—¡Fue mi gran amigo! —decía arrogante.
Desde entonces él se sentía el hombre más orgulloso de Sachaca ya que amarraba sus pantalones con la honorable correa del Presidente de la República, al que alguna vez vio cómo se alejaba con su caballería cruzando el río Chili, a vado por Tingo, triunfante de la revolución de Vivanco. Siempre que Sabino contemplaba la campiña, recordaba aquellos gloriosos días en que Ramón Castilla salió de Sachaca diciendo:
—“… me voy, pero aquí se queda el imperio de la Constitución…”.
Aquella mañana de octubre, las escenas que pasaban por la mente de Sabino fueron interrumpidas súbitamente por un hecho muy extraño. Los ojos de este viejo gallinazo se agudizaron más que nunca, en dirección al paso de Tingo, cuando una inmensa mancha de soldados, con chaquetas de faldón azul y pantalón rojo, cortaban las aguas del Chili atravesando de la otra banda a ésta donde Sabino y el cerro del Mariscal se encontraban asombrados.
Los viejos ojos del solitario campanero pronto advirtieron una bandera de tres colores que tenía en su costado una estrella: Era el ejército invasor chileno que había llegado a Arequipa, que había llegado a Sachaca.
Por escasos cinco minutos, que parecieron una eternidad, la cabeza y la mirada de Sabino se aletargaron en un profundo mutismo quedándose quieto sin reacción. Habría querido que nunca hubiera amanecido este siniestro día de octubre. Pero así era. Nada hizo presagiar este terrible momento, que para este lejano cerrito de Sachaca sólo existía en la fantasía del frío diario “La Bolsa” de Arequipa, que contaba, quizás ajeno e indolente, la guerra que se libraba en la lejana provincia de Tarapacá.
Y ahí estaban los chilenos marchando como alfiles azules, pisando los trigales de los Paz y Basurco, con sus desgastados “calamorros”, aquellas odiosas botas amarillas que dejaban largos callejones en los pajonales, y al hombro, sus largos fusiles de reluciente bayoneta.
Después de esos eternos cinco minutos, en que relució por última vez la hebilla de la correa del Presidente de la República, Sabino reaccionó, pasando por su atiborrada mente una idea que siempre tenían en cuenta los sachacas: “Hacer tañer la Perpetua en caso de emergencia”. ¿Acaso no clamó con desgarro, hasta hacer eco en los volcanes, el día que murió Gregorio Tamayo?; ¿acaso no clamó también cuando el pueblo se unió para arriar la bandera de la Confederación?, y ¿acaso no se oyó con insistencia el clamor de la Perpetua cuando se incendió la casa del alcalde y todos vinieron a hacer fuerza común y apagar el incendio? Entonces, Sabino corrió con paso muy lerdo, ¡demasiado lerdo!, hacia la vieja torrecilla y se colgó con toda su alma de la gran campana cuyo badajo pesaba más que nunca y se rehusaba a repicar.
¡Cuán poco hubo sonado!, mientras los ojos se inundaban de sendos chorros de lágrimas que declinaban a abandonar la arrugada cara del anciano sacristán. Su sorda y trémula voz, ahogada por la impresión, sólo logró gritar aquella pequeña letanía:
—¡Los chilenos!, ¡salgan!, ¡los chilenos nos invaden!—
Jamás asomó nadie. Sabino había olvidado que todos los jóvenes, a los que él llamaba con cariño los “ccoros”, se habían alistado en el ejército para ir a combatir a la provincia arequipeña de Tarapacá de donde nunca más volvieron. Sólo asomaban ancianos y niños por las temerosas puertas de madera de sauce rajado mirando despavoridos al campanario. Ya ni los perros ladraban.
Cuando Sabino hubo bajado a la calle por la puerta de la sacristía, los chilenos ya estaban amarrando los caballos en los árboles de la plaza. Sólo se advertía carcajadas de soldados que desmontaban y bajaban sus fusiles, se quitaban las botas para limpiar la paja y la tierra, sentándose en las gradas del atrio de la iglesia.
El desprecio de los pobladores era unánime. Sólo algunos niños se atrevían a saludar a los soldados preguntando ingenuamente:
—¿Se van a la guerra con Chile?
Sabino avanzó lentamente hasta la peana de la cruz y allí se sentó con la gran “llave de loba” que apretaba tembloroso entre sus enjutas manos. Y lloró amargamente. El aún recordaba cuando Ramón Castilla y el ejército peruano arribaron a la plaza con gran gallardía, cosa que contrastaba con este ejército insensible y siniestro.
Esta meditación fue interrumpida repentinamente por la puerta del Cabildo que fue derribada a patadas por los soldados quienes entraron y empezaron a romper todo lo que encontraban. Todo aquello de valor, como el reloj del Salón Consistorial, fue robado. La Bandera Peruana ni siquiera fue arriada, simplemente derribaron el mástil y la quemaron, y plantaron en su lugar una bandera chilena, utilizando el viejo balcón de la Escuela de Varones. Era tan indignante ver cómo salían volando los libros y enceres de la escuela, que los “sachacas” preferían cerrar sus puertas y jalar a los niños hacia adentro.
Sabino, entonces, pensó para sus adentros:
—¡Mi iglesia, no me la tocarán!
Y cuando se disponía a esconder la llave en el bolsillo, repentinamente un soldado, que tenía un bonete con el escudo chileno, le dijo:
—¡Alto! —mientras se aprestó rápidamente a quitarle la llave de la mano.
—¿Tú eres el sacristán?, ¿no es así? —hablóle con un acento distinto al que jamás había oído.
Sabino ya no pudo articular ninguna palabra desde aquel momento, la garganta se le anudó para siempre.
El militar miró con una sonrisa cínica al anciano para después gritar:
—¡Batallón Coquimbo!, a la parroquia. ¡Batallón Aconcagua!, a la iglesia. —No dijo más.
Mientras tanto, Sabino cerró sus ojos un instante para luego emprender su caminata rumbo a su autoexilio —a algún lugar del Cerro de la Aparecida—, a donde llegó después de diez minutos para sentarse en el peñasco más alto, contemplar eternamente la iglesia, el campanario con su amada Perpetua, y a los chilenos entrando los caballos y pertrechos a la iglesia.
En las laderas de este cerro, Sabino se ocultó en el granero de don Francisco Valencia Cornejo, aquel benefactor que nunca negó una “primincia” a la parroquia, y donde no faltaría provisiones para vivir, mientras los invasores ocupaban y arrasaban contra el pueblo de Sachaca, donde ya no quería regresar por la ignominia de ver flamear la bandera chilena en lo alto de la iglesia, donde antes él mismo subió e izó, por encargo del presidente Castilla, la bandera roja y blanca.
Sabino, silencioso como las piedras del peñasco, creyó haber habitado en ese cerro algo más de tres cuaresmas cuando, en un amanecer de junio, como lo hacía rutinariamente, salió a traer una cantarilla de agua y pudo ver con asombró que la plaza de Sachaca lucía desierta, y en vez de soldados pudo ver sólo las vacas y burros de doña Dominga que pasaban rumbo al monte del río, y algunos “ccoritos” jugando a los “friles” en el atrio de la iglesia.
Era difícil saber si aquella expresión que se dibujó en su arrugada cara representaba júbilo o angustia. Lo que sí fue elocuente fue el golpe que produjo la cantarilla de agua que súbitamente tiró sobre un barranco de piedras, donde había un gran tunal. Sabino, en ese instante en que la cantarilla rodaba y rodaba, por entre las piedras y tunas, ya no estaba presente, se había ido dejando su alma parada que continuaba mirando hacia Sachaca.
Fueron nuevamente diez minutos —que separa a ambos cerros— que Sabino demoró en llegar a la plaza. Se detuvo largamente sin saber qué hacer, o más bien, sin querer hacer lo que él temía que tenía que hacer: entrar a la iglesia.
A Sabino no le importó que la guerra había terminado, sólo quería ver que su iglesia todavía estaba allí con sus santos descarriados y andariegos, su virgen del Perpetuo Socorro, su Jesús Nazareno y su Señor del Auxilio.
Cuando iban a dar las siete de la mañana, Sabino, con un fuerte empujón, que le dio su alma que recién volvió a su cuerpo desde el Cerro de la Aparecida, empezó a caminar para entrar a la iglesia cuyo portón estaba entreabierto, con la batiente ensuciada con estiércol de caballo. Al rechinar las puertas, al momento de abrirse, un rayo fulminante de sol pareció encender los candelabros de la iglesia con una luz siniestra que reveló, ante los ojos impávidos del viejo sacristán, la misma escena que debió haberse visto el día después de la crucifixión de Jesús: Las bancas estaban rotas, las paredes tiznadas de los fogones que se hicieron para cocinar el hambre de los soldados chilenos, y mucha basura por doquier. Jesús Nazareno estaba con la cabellera empolvada y sin su corona de plata, que otrora fue regalada por el cura Tamayo; la cruz no tenía sus cantoneras de hermosos rayos dorados. La virgen del Perpetuo Socorro, lucía mancillada: los malditos sacrílegos —como los que sortearon las vestiduras de Jesús— robaron y se repartieron todas sus alhajas, corona de plata y muchos otros adornos que siempre Sabino solía limpiar para su fiesta. Lo peor de todo, es que a lo largo de toda la nave, de piso de ladrillo, había cualquier cantidad de guano de caballo, ya que la iglesia también sirvió de caballeriza.
Sabino, sentándose en un peldaño del púlpito, se sintió como el apóstol Pedro. Volvió a llorar amargamente. Para él ni siquiera hubo un gallo que le cantara tres veces, para hacerle recordar su cobardía que lo hizo huir dejando abandonada la iglesia y haber negado a Dios al no decir que sí era el sacristán. Cuando los ojos, que ya no tenían lágrimas, no podían llorar más, el alma empezó a mugir ante el cataclismo que se presenciaba. Entonces, Sabino, mirando fijamente hacia las gradas del campanario, decidió morir.
El reloj, que ya no estaba en la sacristía, marcó las siete de la mañana cuando Sabino, después de ochenta años, se aprestó a subir a jalar por última vez el badajo de la Perpetua, que ahí aún seguía esperándolo para fisgonear las “primincias”.
Sabino se volvió repentinamente en un tardo anciano y avanzó, paso a paso, hasta llegar a las gradas que suben al campanario, humillado y arrepentido. No fue capaz de levantar la cabeza para ver a sus queridos santos. Habiendo abierto la puerta del bautisterio que conduce a la torre, inesperadamente, Sabino divisó la llave de la iglesia que yacía tirada debajo del confesionario. Se agachó lentamente y la recogió, contemplándola como quien contempla el arma del asesino. La sepultó en el fondo de su raído bolsillo y dio marcha ineluctable hacia el campanario. Ya no tuvo la prisa de otros años en que, “en dos patadas”, montaba su burra tiznada, como así le llamaba a su iglesia, para hacerla rebuznar y llamar a la misa de las seis. No. Ahora le costaba dar un paso cuesta arriba. Si habríamos querido medir el tiempo que duró en coronar la torre, pensaríamos que fueron, por lo menos, ocho largas horas.
Cuando finalmente Sabino se encontró “frente a frente” con la enorme campana, de una tonelada de frío bronce, cayó de bruces hasta lamer la arena, mezclando sus lágrimas con las astillas del carrizo, que eran los viejos testigos de los “cuetes” que avisaban al pueblo las fiestas de Jesús Nazareno y la Virgen del Perpetuo Socorro.
Se levantó otra vez y cogió el helado badajo y prontamente lo lanzó furioso contra la campana para hacerla tañer con su grave y atronador “talán”.  La Perpetua retumbó entonces sola ante la mirada de las otras tres campanas que había en el campanario y que no se atrevían a canturrear, sólo temblaban de miedo.
Todo el pueblo de Sachaca escuchó ese tremebundo clamor —que sólo era para llamar al socorro popular—, y que ahora sonaba como un quejido, una sentencia. La diezmada población del cerrito salió y se acercó a la plaza a indagar qué sucedía.
Sabino logró tocar siete campanadas, una cada vez más dolorosa que la otra, y, después del último golpe del badajo, se lanzó al vacío, cayendo en el atrio y derramándose su alma como la cantarilla de agua que lanzó a los tunales.

Arturo García, 1993



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