lunes, 26 de septiembre de 2016

"EL FANTASMA DEL SOMBRERO" - Cuento de Arturo García






Cuento basado en una anécdota muy antigua. Los hechos son reales y los personajes ficticios.

El magro y huesudo caballo se detuvo y desmontó don Amador, cual montonero arequipeño, empuñando una vieja lampa Fox inglesa en la mano como si fuera un fusil. La plantó en el “bordo” de la acequia de Tío, miró hacia los cuatro vientos: el Agramayo, Chiriguana, Huaranguillo y el cementerio y, después de consultar en su reloj de cadena, tiró una reverenda patada a la compuerta y la cerró.
—¡Don Amador!, ¡don Amador!, cinco minutitos más por favor para terminar de regar las papitas. —suplicó don José Luis, apareciendo como alma en pena.
—¡La hora es la hora! —contestó antes de subir al caballo— Ahora es turno de doña Manuela. Su mita empieza a las once en punto.
Y cerró el candado con saña, montó y se marchó al trote, dejando a don José Luis muy afligido y parado sin poder articular palabra alguna. Este caballerito agachó la cabeza y miró con pena hacia su pequeña tablada sembrada de papas que eran como sus “guaguas” que pedían agua y que iban a quedarse sedientas hasta la próxima mita.
—¡Almas de don Policarpio! —gimoteó don José Luis mirando hacia el cementerio que estaba cerca—. ¿Por qué será tan malvado este viejo? ¿Acaso nunca ha tenido sed? —y empuñando con fuerza su lampa se dijo así mismo como dictando una sentencia— Pero, ¡ay! de él, porque no sabe que las plantas, así como los animales, cuando están de hambre o de sed “ñacan” al Padre Eterno. ¡Éste tarda pero nunca olvida!
Y mientras oraba dando las quejas a la naturaleza, a Dios y al alma de don Policarpio sucedió un hecho fortuito que lo dejó perplejo:
Apareció de pronto hacia la entrada de la acequia, dando vueltas como un tronco, un perro muerto que venía arrastrado por las aguas, inflado como una tinaja. Al llegar a la compuerta, justo donde estaba parado don José Luis, resignado ante el infortunio, el perro se estancó entre un par de piedras y la rama de un “chopo”, y embalsó las aguas hasta hacerlas derramarse por encima de la compuerta. Entonces el agua discurrió nuevamente a través de la pequeña acequia rumbo a la tabladita.
¡Gracias, Dios mío!, ¡gracias don Policarpio! —vociferó con alegría el camayo, quien corrió con su “cabito” de lampa rumbo al papal— ¡Ya viene el agua, hijitos!, ¡ya viene! —les decía a sus plantas sedientas que acaso ¿no sonrieron con el viento?
Fue el mismo día, por la tarde, cuando el cielo se tornó carmesí, que don Amador volvió por esta ronda y se destinaba a pasar frente al cementerio, cuando su caballo extrañamente relinchó y se detuvo como espantado por algo que le trancó el paso y lo hizo “quimbear”.
—¡Carajo! ¿Qué le pasa a este cretino animal? —exclamó con exasperación don Amador e hincó con fuerza las espuelas haciendo que el caballo aligere el galope aunque sus ojos se desorbitaban y sus patas temblaban de miedo.
Avanzó no menos de veinte metros, tiempo en el cual el caballo daba marchas y contramarchas rehusándose a avanzar al trote como de costumbre. Don amador comprendió lo que sucedía cuando repentinamente la imagen fantasmal de un hombre apareció en frente de él como traído por el viento que silbaba desde el cementerio.
—¡Mierda! ¿Qué está pasando aquí…? —logró ulular mostrando, por primera vez en su vida, un temor incomprensible.
—¡Aléjate de mí, desgraciado! —gritó con voz trémula mientras se quitaba el sombrero y volteaba la mirada en otra dirección cerrando sus ojos con fuerza.
Al volver, el espectro se había ido. Don Amador respiró con alivio por un instante, pero al ponerse de nuevo el sombrero un sobresalto le hizo palpitar con fuerza el corazón. Nuevamente estaba allí ese maldito hombre moviéndose de lado a lado.
—¡Aaah! —dio un aterrador plañido y tiró de las riendas en un arrebato de nervios.
Por la impresión, claveteó nuevamente las espuelas y el caballo tiró para adelante y empezó el desboque que ya no pudo controlar don Amador. El potro corrió por entre los “ccallaccases” y los sauces, saltó las puentes de un solo brinco, “chimbeó” a través de las acequias, pasó de bordo a bordo, recorriendo casi un kilómetro de un camino plagado de compuertas, mientras el angustiado viejo se asía con fuerza de las riendas para no caer. Los ojos de don Amador, con la noche a cuestas, sólo distinguían el fondo rojizo que el cielo pintaba en Huaranguillo, donde cada vez que el caballo giraba, aparecía claramente la maldita imagen de ese hombre que salió del cementerio y lo acompañaba delante del caballo desbocado como conduciéndolo al infierno. Este fantasma iba y venía a porfía desafiando el aplomo imperturbable de este recio hombre de chacra que jamás le temió a nada.
Así la brutal cabalgada duró como diez minutos hasta que el caballo llegó a Alto de Amados donde finalmente concluiría la ruta infernal.
Don Amador logró hacer una increíble petición a Dios antes de ser tirado súbitamente a un alfalfar por el endemoniado caballo:
—¡Dios mío!, ¡sálvame de ésta y ya no volveré a ser un hombre malo…! —Y cayó revolcándose unos cinco metros.
Ya tendido en el alfalfar mirando a las estrellas, que se encendieron rápidamente en el cielo, el malvado rondador de antaño dio gracias a Dios y musitó calmadamente:
—¡Cumpliré!
Agarrando su sombrero en la mano, tornó al caballo que aún pastaba “desccolonchando” la alfalfa, lo agarró de la rienda y prefirió caminar jalando a su potro de regreso a casa, en un paso tan calmo que tuvo todo el tiempo del mundo para meditar lo que le había sucedido.
Al día siguiente, ya repuesto del incidente de la noche anterior, Amador se dispuso a ir a trabajar en su cotidiano oficio: el de rondador de aguas, para lo cual se colocó sus botas, desamarró su caballo, lo montó, cogió su lampa Fox inglesa y después de colocarse el sombrero, empezó el trajín de un nuevo y mejor día.
Pero Amador tuvo que advertir un detalle que jamás imaginó descubrir a la luz del día: Una pita con un curioso nudo en su extremo colgaba de su sombrero delante de él y a medida que cabalgaba, éste se movía de un lado a otro como si fuera una minúscula marioneta que, mirándola bien, parecía una persona o ¿quizás un espectro? Era el “fantasma del sobrero” que lo había espantado anoche a lo largo de un kilómetro haciendo que su caballo se desboque.
Don Amador sonrió, miró su reloj y, montado al lomo de su huesudo caballo, se abrió paso por el callejón de tierra que todos conocen como la ronda de Tío y que también conduce al cementerio de Sachaca, por donde desapareció en medio de una gran polvareda que levantó su inacostumbrada carcajada.

Arturo García, 2005

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