Cuento basado en una anécdota
muy antigua. Los hechos son reales y los personajes ficticios.
El magro y huesudo caballo se
detuvo y desmontó don Amador, cual montonero arequipeño, empuñando una vieja
lampa Fox inglesa en la mano como si fuera un fusil. La plantó en el “bordo” de
la acequia de Tío, miró hacia los cuatro vientos: el Agramayo, Chiriguana,
Huaranguillo y el cementerio y, después de consultar en su reloj de cadena,
tiró una reverenda patada a la compuerta y la cerró.
—¡Don Amador!, ¡don Amador!,
cinco minutitos más por favor para terminar de regar las papitas. —suplicó don
José Luis, apareciendo como alma en pena.
—¡La hora es la hora!
—contestó antes de subir al caballo— Ahora es turno de doña Manuela. Su mita
empieza a las once en punto.
Y cerró el candado con saña,
montó y se marchó al trote, dejando a don José Luis muy afligido y parado sin
poder articular palabra alguna. Este caballerito agachó la cabeza y miró con
pena hacia su pequeña tablada sembrada de papas que eran como sus “guaguas” que
pedían agua y que iban a quedarse sedientas hasta la próxima mita.
—¡Almas de don Policarpio!
—gimoteó don José Luis mirando hacia el cementerio que estaba cerca—. ¿Por qué
será tan malvado este viejo? ¿Acaso nunca ha tenido sed? —y empuñando con
fuerza su lampa se dijo así mismo como dictando una sentencia— Pero, ¡ay! de
él, porque no sabe que las plantas, así como los animales, cuando están de
hambre o de sed “ñacan” al Padre Eterno. ¡Éste tarda pero nunca olvida!
Y mientras oraba dando las
quejas a la naturaleza, a Dios y al alma de don Policarpio sucedió un hecho
fortuito que lo dejó perplejo:
Apareció de pronto hacia la
entrada de la acequia, dando vueltas como un tronco, un perro muerto que venía
arrastrado por las aguas, inflado como una tinaja. Al llegar a la compuerta,
justo donde estaba parado don José Luis, resignado ante el infortunio, el perro
se estancó entre un par de piedras y la rama de un “chopo”, y embalsó las aguas
hasta hacerlas derramarse por encima de la compuerta. Entonces el agua
discurrió nuevamente a través de la pequeña acequia rumbo a la tabladita.
¡Gracias, Dios mío!, ¡gracias
don Policarpio! —vociferó con alegría el camayo, quien corrió con su “cabito”
de lampa rumbo al papal— ¡Ya viene el agua, hijitos!, ¡ya viene! —les decía a
sus plantas sedientas que acaso ¿no sonrieron con el viento?
Fue el mismo día, por la
tarde, cuando el cielo se tornó carmesí, que don Amador volvió por esta ronda y
se destinaba a pasar frente al cementerio, cuando su caballo extrañamente
relinchó y se detuvo como espantado por algo que le trancó el paso y lo hizo “quimbear”.
—¡Carajo! ¿Qué le pasa a este
cretino animal? —exclamó con exasperación don Amador e hincó con fuerza las
espuelas haciendo que el caballo aligere el galope aunque sus ojos se
desorbitaban y sus patas temblaban de miedo.
Avanzó no menos de veinte
metros, tiempo en el cual el caballo daba marchas y contramarchas rehusándose a
avanzar al trote como de costumbre. Don amador comprendió lo que sucedía cuando
repentinamente la imagen fantasmal de un hombre apareció en frente de él como
traído por el viento que silbaba desde el cementerio.
—¡Mierda! ¿Qué está pasando
aquí…? —logró ulular mostrando, por primera vez en su vida, un temor
incomprensible.
—¡Aléjate de mí, desgraciado!
—gritó con voz trémula mientras se quitaba el sombrero y volteaba la mirada en
otra dirección cerrando sus ojos con fuerza.
Al volver, el espectro se
había ido. Don Amador respiró con alivio por un instante, pero al ponerse de
nuevo el sombrero un sobresalto le hizo palpitar con fuerza el corazón.
Nuevamente estaba allí ese maldito hombre moviéndose de lado a lado.
—¡Aaah! —dio un aterrador
plañido y tiró de las riendas en un arrebato de nervios.
Por la impresión, claveteó
nuevamente las espuelas y el caballo tiró para adelante y empezó el desboque
que ya no pudo controlar don Amador. El potro corrió por entre los
“ccallaccases” y los sauces, saltó las puentes de un solo brinco, “chimbeó” a
través de las acequias, pasó de bordo a bordo, recorriendo casi un kilómetro de
un camino plagado de compuertas, mientras el angustiado viejo se asía con
fuerza de las riendas para no caer. Los ojos de don Amador, con la noche a
cuestas, sólo distinguían el fondo rojizo que el cielo pintaba en Huaranguillo,
donde cada vez que el caballo giraba, aparecía claramente la maldita imagen de
ese hombre que salió del cementerio y lo acompañaba delante del caballo
desbocado como conduciéndolo al infierno. Este fantasma iba y venía a porfía
desafiando el aplomo imperturbable de este recio hombre de chacra que jamás le
temió a nada.
Así la brutal cabalgada duró
como diez minutos hasta que el caballo llegó a Alto de Amados donde finalmente
concluiría la ruta infernal.
Don Amador logró hacer una
increíble petición a Dios antes de ser tirado súbitamente a un alfalfar por el
endemoniado caballo:
—¡Dios mío!, ¡sálvame de ésta
y ya no volveré a ser un hombre malo…! —Y cayó revolcándose unos cinco metros.
Ya tendido en el alfalfar
mirando a las estrellas, que se encendieron rápidamente en el cielo, el malvado
rondador de antaño dio gracias a Dios y musitó calmadamente:
—¡Cumpliré!
Agarrando su sombrero en la
mano, tornó al caballo que aún pastaba “desccolonchando” la alfalfa, lo agarró
de la rienda y prefirió caminar jalando a su potro de regreso a casa, en un
paso tan calmo que tuvo todo el tiempo del mundo para meditar lo que le había
sucedido.
Al día siguiente, ya repuesto
del incidente de la noche anterior, Amador se dispuso a ir a trabajar en su
cotidiano oficio: el de rondador de aguas, para lo cual se colocó sus botas,
desamarró su caballo, lo montó, cogió su lampa Fox inglesa y después de colocarse
el sombrero, empezó el trajín de un nuevo y mejor día.
Pero Amador tuvo que advertir
un detalle que jamás imaginó descubrir a la luz del día: Una pita con un
curioso nudo en su extremo colgaba de su sombrero delante de él y a medida que
cabalgaba, éste se movía de un lado a otro como si fuera una minúscula
marioneta que, mirándola bien, parecía una persona o ¿quizás un espectro? Era
el “fantasma del sobrero” que lo había espantado anoche a lo largo de un
kilómetro haciendo que su caballo se desboque.
Don Amador sonrió, miró su
reloj y, montado al lomo de su huesudo caballo, se abrió paso por el callejón
de tierra que todos conocen como la ronda de Tío y que también conduce al
cementerio de Sachaca, por donde desapareció en medio de una gran polvareda que
levantó su inacostumbrada carcajada.
Arturo García, 2005
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