Cuento inspirado en sucesos
reales acaecidos a mediados del siglo XX con la llegada de las nuevas
locomotoras al ferrocarril de Arequipa.
Desde el cerro donde yo vivía
se podía ver las dos líneas del ferrocarril de Arequipa: la que iba a Mollendo
y la que iba a la sierra. Por ello es que siempre era un espectáculo muy
hermoso escuchar el pito matutino, vespertino o nocturno del tren y verlo pasar
humeando a lo lejos como la chimenea de una picantería. Mis hermanos: Margarita,
la mayor; Perico, el más pequeño; y yo, entonces salíamos corriendo a
acomodarnos en la pequeña ventanita de barro y madera que miraba hacia la línea
férrea.
—¡Mi papito!, ¡mi papito!
—gritábamos con algarabía porque sabíamos que era él quien venía conduciendo el
tren.
“Don Aurellito”. Así todos sus
amigos lo llamaban de cariño, porque era el hombre más bueno que había dado
este humilde cerrito. Y nosotros también lo amábamos porque era el mejor papá
del mundo; y lo extrañábamos tanto que a veces nos quedábamos llorando cuando
se iba.
Fue él mismo quien nos
construyó esta casita en medio del cerro. La hizo con tanto amor que mirarla
desde las chacras era un deleite, una experiencia sublime: parecía una casita
de ensueño, quizás extraída de un cuento de hadas.
—¡Nunca se sientan solos! —nos
decía cuando se iba a trabajar—. Yo estaré siempre a su lado. Por eso, les
prometo que cada vez que pase con el tren los saludaré con el pito o les haré
señas con la linterna para que sepan que aquí estoy yo acompañándolos siempre.
Y así era él: una golondrina
que dejaba a sus polluelos y salía lejos del nido a buscar alimento y siempre
volvía. Cómo trabajaba tanto pensando en nosotros; y es que fue, desde sus más
lejanos años mozos, carbonero, carrilano, brequero y finalmente terminó de
maquinista de la locomotora más veterana del ferrocarril del Sur: “La
Mollendina”, que él orgullosamente conducía con alegría desde la costa hasta la
sierra, desde la antigua estación de Mollendo hasta la lejana ciudad del Cusco.
Cómo se va el tiempo; habían
ya pasado cuatro años desde que mi mamá Lucía falleció al momento de dar a luz
a mi hermanito Perico, por lo cual nos quedábamos solos y casi desamparados,
porque mi papá todo el tiempo paraba viajando y viajando en el tren. Desde
entonces hemos vivido en una larga soledad. Margarita, tenía quince años y en
vez de ir a la escuela tuvo que trabajar en la chacra para ayudar a
mantenernos. Yo, por mi parte, con diez años, tenía que quedarme a cocinar y a
cuidar a Perico que sólo tenía cuatro. Pero aún así, nunca faltó el amor y la
felicidad en nuestra pequeña casita de cuento.
Y allí estaba de nuevo, mi
papá Aurellito pasando a lo lejos al mando de su locomotora que venía botando
una interminable fumarola de humo y tocando el pito tres veces, como lo había
prometido:
—¡piii…!, ¡piii…!, ¡piii…!
Y nosotros lo saludábamos
contentos, viendo a lo lejos el minúsculo tren de vapor que llegaba o se iba de
viaje jalando ese inmenso convoy de coches verdes que asemejaban a un largo
gusano de choclo, que se alejaba lentamente hasta desaparecer entre los cerros.
Nosotros no dejábamos de mover las manos, aún cuando la distancia que nos
separaba era de un kilómetro y él difícilmente nos podía ver.
Algunas veces se ausentaba por
una semana, ya que tenía que hacer viajes de Puno a Cusco, pero esta ausencia
era recompensada, de alguna manera, por su añorado regreso, ya que siempre, al
volver, nos traía esos colosales panes de Urcos, o cancacho de Ayaviri.
El entraba diciendo:
—¡Dónde están mis guaguas! —y
los tres salíamos corriendo a recibirlo. Él, con sus manos callosas y negruzcas
por el carbón y el aceite, agarraba a Perico, le ponía la gorra de maquinista y
lo sentaba en sus hombros. Yo saltaba y me colgaba de él, mientras Margarita lo
abrazaba con ternura.
Así pues, él nuevamente volvía
a la casa con su gran talega de yute al hombro, donde nos traía, además,
“chichasara”, queso, maní y capulí para comer mientras nos contaba las más
emocionantes experiencias que había pasado:
—Hay un lugar en la puna —nos
decía emocionado— que se llama “Aguas calientes” o “La raya”, entre Puno y
Cusco, por donde el tren pasa coronando
su mayor altura. Desde allí se ven los nevados como si estuvieran por debajo de
nosotros. Entonces, detuvimos el tren, porque justo allí hay una gran cantidad
de pequeños volcanes de un metro de altura que botan vapor y agua hervida, y
donde podemos colocar huevos y comerlos “pasados” al instante.
—¡O sea, como una olla o
sartén! —exclamábamos admirados, mirándolo y escuchando con gran atención.
—¡Sí! —nos decía sonriente.
Así eran los días hermosos en
que mi papá nos narraba las más sorprendentes anécdotas. Y muchas veces nos
quedábamos dormidos después de sus largas historias. El se llevaba a Perico a
dormir en su cama, al mismo lugar donde dormía con mi madre; y yo, tras una
pequeña cortinita, me acostaba en una litera con Margarita. Cuánto me gustaba
ese lugar, porque justo al frente estaba la ventanita que daba a la línea del
tren; y es que, algunas veces, no era necesario levantarme para abrirla, pues
la luz del tren llegaba a iluminar las rendijas de la venta por un instante, y
así nos dábamos cuenta que era el tren que iba a la sierra. Después de cruzar
el puente, giraba en una larga curva para perderse en la pampa de Cerro
Colorado.
Un día de invierno, que
pareció nevar en nuestras vidas, mi papá Aurellito regresó a casa muy triste y
acongojado. En su rostro fácilmente se podía advertir la fatalidad. Nos contó
que a su querida locomotora le iban a dar de baja.
—Mi “Mollendina”, —habló con
la voz entrecortada, tratando de no derrumbarse— este viernes hará su último
viaje a Puno y al regresar la sacarán de sus rieles para siempre. —Habló toda
la noche, no pudiendo ocultar su desánimo, cosa que nos partía el alma.
Fueron muchos años que mi papá
Aurellito la condujo, tanto así que grabó en el parachoques de esta vieja locomotora, con minúsculas
letras, el nombre de su amada esposa —mi querida madre— en una lacónica frase
que decía: “Lucía, conduce conmigo”. Esta vetusta pero aún eficiente máquina
era la razón de ser de mi padre. La conocía al derecho y al revés, y sabía
cuáles eran sus defectos y virtudes. Pero ahora llegó su inexorable fin. La
empresa tuvo que anunciar la compra de tres locomotoras Diesel modernas, que
reemplazarían a las cuatro que existían.
Aquella tarde, mi papá
desplegó el periódico del día y dijo:
—¡Ya llegaron a Matarani! —nos
leyó y nos hizo ver, con resignación, el diario “El Pueblo” donde aparecía una
espeluznante fotografía de una estas potentes máquinas, que realmente daban
miedo el sólo mirarlas porque tenían, casi graficada, la cara de un diablo en
su trompa.
—Dicen que vendrán unos
técnicos de Inglaterra que nos enseñarán a manejarlas. —decía el pobre hombre
en su infortunio.
Receloso y desconfiado de esas
complicaciones que se venían, mi papá nos hizo ver el verdadero lado malo de
esta situación:
—Ya no les podré tocar el
pito, mis hijitos, porque estas máquinas traen una gran bocina que sólo se debe
utilizar para casos de prevención en los cruces de caminos y carreteras.
—Y hora, ¿qué será de nuestros
saludos? —parecía ulular tristemente.
Con esta pena que le
estranguló el corazón, mi papá Aurellito, se fue el jueves en la noche a
trabajar y a dar cumplimiento a la profecía que anunciaba la muerte de su
querida locomotora. Mi papá se despidió con una sonrisa inusual, colocándole su
gorra de maquinista a Perico, razón por la cual olvidó llevarla. Creo, más
bien, que no quiso llevarla porque los maquinistas modernos ya no necesitaban
usarlas. Nos dio un emotivo beso en la frente y salió resoluto a enfrentar la
realidad de la vida.
—Sólo quiero que sepan que su
mamá Lucía seguirá conduciendo conmigo, —y desapareció, perdiéndose por el
largo camino que conduce a la estación, en la ciudad de Arequipa.
Aquella noche, tuve al menos,
tres pesadillas espantosas con la desgraciada fotografía de la nueva locomotora
que nos enseñó mi padre, despertándome con pavor cada rato, con la imagen de
esta máquina prendida en mi mente. En el último de los sueños, veía cómo esta
locomotora botaba fuego por las ruedas de metal que chispeaban como la arandela
de un afilador de cuchillos y que arrolló a la Mollendina, donde estaba mi
padre sonriente, saludándonos con la mano. Yo traté de gritarle, pero me quedé
sin voz. Sólo se escuchaba una risa diabólica que venía del interior del motor
y que hacía mucho ruido. Al despertar, llorando de espanto, pude ver de pronto
una tenue luz blanca que se proyectaba desde la ventanita, en la pared de mi
cama, y que tenía forma de una cruz invertida. Desperté a mi hermana Margarita,
y tras abrazarnos, las dos pudimos ver cómo esta cruz se hacía más reluciente
para luego disiparse lentamente. Nos persignamos y rezamos una temblorosa
oración.
Al día siguiente, los
periódicos anunciaron la terrible noticia, cuyo titular aterrador decía:
—¡Tragedia! “Tripulante de
tren de carga muere triturado cerca de la localidad de Cabanillas”.
¡Era mi padre! En la crónica
decía: — “Tren de carga que llevaba rieles hacia Puno sufrió un lamentable
accidente. El maquinista de la locomotora conocida como la Mollendina, Aurelio
Salas Valdivia, de cincuenta años, encargó la conducción de la locomotora a su
copiloto, mientras él subió a uno de los carroplanos para revisar el cargamento
de rieles; pero por motivos desconocidos, las fajas que los sujetaban se
rompieron, vaciándose toda la carga con los rieles y el motorista en un
profundo barranco, de donde sus compañeros lo recogieron totalmente triturado”.
Era el último viaje de la
Mollendina y también de mi padre, don Aurellito, un papá tan bueno que se fue
conduciendo su máquina al cielo junto con mi madre.
Realmente, es inenarrable la
experiencia que vivimos, mis hermanos y yo, a la muerte de mi papá. Ahora sí
que nos quedamos totalmente solos y huérfanos, aunque la Empresa nos proveyó
una pensión que nos permitió vivir hasta nuestra mayoría de edad.
A los pocos días de su muerte,
yo aún creía ver el tren de mi papá pasando por la gran curva que va hacia la
sierra. Desde aquel trágico día, nunca más volvió a sonar el pito de un tren a
vapor. Sólo se oían los estridentes bocinazos que daban las nuevas locomotoras
y que perturbaban la tranquilidad del cerrito donde vivían.
Justamente, fue el día de mi
cumpleaños en que yo desperté, casi a media noche, por una luz intensa que
iluminó la ventana del dormitorio, aquella ventanita de madera a la que siempre
solíamos correr a ver pasar a mi papá Aurellito.
Puedo jurar que era la
Mollendina, porque sentí tocar tres veces el pito de vapor, lo que me hizo
levantarme raudamente hasta la ventana.
—¡Mi papito! —grité con
regodeo. —Y casi ya iba a abrir la ventana, cuando sentí que mi hermana Margarita
me agarró del brazo y me jaló de nuevo a la cama. En ese mismo instante
desperté.
Mi hermana me dijo:
—Marta, estás soñando,
¡tranquila!
—¡No, Margarita! —le dije con
absoluta seguridad.
Yo sabía que era sonámbula
desde muy niña, pero el pito que oí si fue real, y fue mi padre. Lo podía
asegurar.
—¡Tocó tres veces, hermanita!
—le dije, mirándome ella a los ojos con cierto titubeo y perplejidad
repentinos.
—¿Te acuerdas de la noche en
que miramos una luz blanca en la ventana que formó una cruz en la pared?
—¡Sí! —me dijo, al momento que
me agarraba las manos con fuerza.
—¡La he vuelto a ver!, Margarita;
y después escuché el pito. ¿Y si es mi papá que ha venido a despedirse? —le
dije con asombro y con un leve temblor en mis labios.
—¡Hay que rezar una oración
por él y por nosotros! —me dijo Margarita, cosa que nos tranquilizó bastante a
las dos.
Pero, al terminar, justo
cuando nos recostamos para seguir durmiendo y ya empezábamos a conciliar el
sueño, nuevamente una luz intensa me hizo abrir los ojos y sentarme al vuelo.
Inmediatamente moví lentamente mi mano izquierda, palmeándole el pecho a mi
hermana quien también despertó y se incorporó para abrazarme fuertemente.
No hubo palabras que
pudiéramos articular con la impresión. Fueron realmente una sucesión de luces
que empezaron a pasar como quien mira las ventanas iluminadas de los coches de
un tren nocturno. Como la ventanita de nuestro cuarto estaba cerrada, las luces
irrumpían por las rendijas de la madera rajada y pasaron una tras otra, por el
lapso de un minuto, para desaparecerse en dirección a la pampa de Cerro
Colorado.
Hoy tengo 68 años y han pasado
58 desde aquella oportunidad y nunca más volví a ver esas luces fantasmales que
aún hoy puedo asegurar, sin miedo, y más bien con nostalgia, que fue el tren de
mi papito, Don Aurellito, el papá más bueno del mundo.
Arturo García, 2009
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