“El
Mollecito” de Yarabamba”
Cuento que
rinde tributo a los Mártires de Quequeña
y rememora los hechos que rodearon su sacrificio en 1883 durante la infausta
Guerra con Chile. La trama no se ajusta necesariamente a los hechos históricos.
Era primavera en Arequipa y el maizal que habían sembrado “al partir” Luciano y don Ángel estaba muy verde y hermoso y ambos pasaron casi todo el día “guaniándolo” y “almiándolo” afanosamente para que tenga más fuerzas para parir choclos robustos.
Al bordear las cuatro de la
tarde, como todos los días solían hacer los chacareros, éstos bajaron con su
“lampa de cabo” al hombro a tomar chicha en Yarabamba. Allí había cinco
picanterías que salían al paso con sus pendones rojos. Casi todas estaban adornadas
con su “ramadita” de cañas y sauces, y techadas con palos de eucalipto y paja
que las hacía ver pintorescas como una acuarela de Pantigoso.
Don Ángel, un regordete
caballerito de sesenta años, siempre gustó de comer picantes donde la Flora,
que era la última picantería de la calle y que preparaba muy ricos los “loritos
de licchas”; pero como su partidario, el joven tambeño Luciano Ruiz, estaba
enamorado de la hija de doña Peta Gutiérrez, la picantera del Mollecito, éste insistió
en invitarle una botella de vino para festejar el gusto de haber terminado “el
guaneo” de su maíz.
—¡Dos vasos de chicha “hasta
los portales”, doña Petita! —dijo animoso don Ángel, todavía encamisado de kaki
y con los pantalones remangados que hacían ver sus resecos “caucachos”.
—Y para mí una botella de vino
—agregó Luciano mientras se acomodaba al canto de una “chuñosa” banca que
dejaba ver la cocina donde, casualmente, estaba Barbarita, la flor más hermosa
de Yarabamba, que ayudaba con dulzura a lavar los platos a su mamá doña Peta.
Cómo se encandilaban los ojos
de Luciano que contemplaban con delirio a la hermosa “ccora”, cual doncella,
que emulaba un rojizo texao y que acaso tenía sólo veinte años. Ruborosa en su
mirada, de ojos titilantes y una sutil trenza “ccarosa”, Barbarita tenía
hechizado a este joven tambeño que no dejaba de mirarla sin pronunciar palabra
alguna. Quizá con media botellita de vino hoy se atrevería a hablarle, pensaba
insistentemente el mozuelo enamorado.
—¿Ya se ha enterado usted don
Ángel? —dijo a voz en cuello la picantera mientras llenaba de chicha espumosa
los dos vasos caporales.
—¡De qué, doña Petita!
—preguntó don Ángel empezando a “tonccoriar” con atronadores sorbos el rico
néctar de los arequipeños.
—Ayer, otra vez han veni'u los
chilenos a pedir chicha y picantes donde mi comadre Flora.
—¡Sinvergüenzas! —dijo don
Ángel— ¿y les ha servido?
—¿Y usted no les serviría si
le apuntan con el cañón de un rifle? —dijo doña Peta acercándose donde don
Ángel— ¡Pero les ha metido veneno! y casi los ha “mata'u” —contó la picantera
con su acostumbrada sátira rompiendo en una gran carcajada que contagió
rápidamente a todos los comensales que abarrotaban la picantería.
—¡Malditos chilenos! —exclamó
inmediatamente don Liborio Linares, un bigotón de cincuenta años que presto
tomó su vaso de chicha en mano y, poniéndose de pie, saludó a don Angel con
deferencia— ¡Salú´!, mi gran amigo, sin dudas, el mejor amontonador que ha dado
Quequeña —exclamó, llevándose el gran vaso de chicha a sus bigotudos labios—. Y
¡salú'! también por vos, mi querida insurrecta, doña Peta Gutiérrez, y por las
“machas” mujeres de Yarabamba, ¡carajo!, que nunca le agachan la cabeza a
nadie.
Y se inició el coloquio que
terminó por animar a los demás comensales a levantarse para arengar el orgullo de
su tierra:
—¡Y yo brindo por doña Flora,
don Liborio! —agregó el Cleto Málaga que masticaba “tostau” con la satisfacción
de un cardenal, a lo que don Manuel Linares, que también disfrutaba de un
picante, dijo sin remilgos:
—Si la guerra se librara con lampas,
yo ya estaría “toccpiendo” el lomo a esos miserables invasores que lo único que
han hecho desde que han veni'u es robar, pero lamentablemente el traidor de
Lizardo Montero se ha manda'u a cambiar a Bolivia con todas las armas que
necesitábamos los arequipeños para combatir a estos saqueadores y bandidos.
—¡Pero, para qué amargarnos la
vida!, —dijo don Juan de Dios Acosta el guitarrista del pago de Buenavista— no
hay disgusto que no se calme con un hermoso yaraví.
—¡Tráigame la vigüela, doña
Petita!, les voy cantar “Los Ruegos”.
Y cuando la tarde ya estaba
alumbrando a las justas con sus luces “chocnis”, la picantería “El Mollecito”
se colmó de pronto de sentimentalismo cuando el joven Juan de Dios, a dúo con
Nicanor Rodríguez, empezaron a “gorgogear” las primeras estrofas de un yaraví
de Mariano Melgar:
—“Si atendieras a los
rueee…gooos de un desventuuu…rado amante que por ti mueee…re. Quizás no
soportaría el que viva padeciendo quien bien te quiere…”
La ocasión fue propicia para que Luciano
tomase una copa de vino y se la bebiese mirando fijamente a Barbarita quien,
casualmente, hizo brillar sus ojos de luciérnaga en la misma dirección de este
tambeño enamorado. La tarde se hizo noche y se cantaron además algunas
marineras y pampeñitas, lo que hizo que Barbarita se sentase junto a su mamá a
escuchar con mucha atención las canciones y, ¿acaso no?, para ser contemplada
por el joven al que le estaba robando irremediablemente su corazón.
—¡Alto! —gritó de pronto una
voz extraña que arremetió imprudentemente en la picantería haciendo que la
música se detenga y todos queden en absoluto silencio— Ramón Villonta, oficial
del Escuadrón General Cruz del Ejército Chileno se presenta a interrogar a los
pobladores de este villorrio —a lo que nadie dijo una sola palabra.
Era un soldado chileno que
súbitamente apareció parado en la puerta de la picantería “El Mollecito” con el
fusil en la mano y con muchas ganas de hacer la vida imposible a los chacareros
que disfrutaban tranquilamente de una tarde de bohemia arequipeña.
—¿Quién es Flora García?
—preguntó abruptamente— Me han ordenado detenerla por intento de envenenamiento
de dos efectivos de nuestro benemérito ejército. —habló con una voz marcial que
buscaba intimidar a los presentes.
—¡Seguro tú eres! —dijo acercándose
a doña Peta— Me han informado que es una vieja trenzuda que cocina ratas fritas
para estos cholos.
Ambos se miraron inmutables.
—¡Cuyes!, —dijo doña Peta
mirándolo fijamente a los ojos— cuyes, porque las ratas como tú no se fríen,
porque apestan. Y mi nombre es Petronila Gutiérrez.
—¡Ah! Valiente había sido la
cocinera. —habló apuntando con la bayoneta a su colorada garganta.
—¡Me van a decir quién es
Flora García! o me llevo a esta “pololita” que está rica para divertirme con
mis soldados. —Replicó acercándose a Barbarita y agarrándola de las caderas.
—¡Yo soy Flora García!
—repentinamente dijo don Liborio Linares poniéndose de pie— ¡Maldito cobarde,
si te crees tan macho, llévame a mí para divertir a tus soldados! ¿Ah? Pero ven
a aprenderme solo sin tu fusil, a ver si tienes agallas.
—¡Subalterno Juan Fernández!,
—gritó hacia afuera de la picantería, apareciendo ligero un soldado de gran
talla que Villonta utilizaba para amedrentar a los ariscos.
—¿Sí, mi comandante? —dijo el
soldado, descolgando el fusil de su hombro izquierdo.
—¡Detenga a este rebelde que
ha osado desacatar mis órdenes! —habló furibundo mientras jalaba bruscamente
hacia la calle a la muchacha, apuntando con el fusil a los presentes. Barbarita
empezó a llorar de desesperación mientras suplicaba vanamente:
—¡No… por favor!, ¡No!
Liborio Linares recibió un
culatazo en la cabeza y fue sacado a empujones también a la calle mientras
todos los demás gritaban:
—¡Abusivo!, ¡abusivo!
Luciano Ruiz observaba
angustiosamente cómo se llevaban a Barbarita y a don Liborio, y tenía miedo de
hacer algo para evitarlo, pues era un hombre pacífico que nunca en su vida
había peleado. Pero hay algo que lo hizo entrar en razón: Sólo eran dos
soldados y en la picantería habían, al menos, seis chacareros.
—¡Somos más! —dijo para sus
adentros— y ¡donde hay gente no muere gente! —se acordó de las palabras de su
abuelo.
Encomendándose a la
Candelaria, tomó la “lampa de cabo” en sus manos y corrió a lanzárselo al
tremendo soldado chileno —grande cual Goliat— que se llevaba a don Liborio, y
éste le cayó en el hombro y lo tumbó, para luego arrojarse a coger el rifle. En
la confusión y el grito de quejido que dio el subalterno Fernández, los demás
“lonccos” se le fueron encima a patadas al oficial Villonta a quien redujeron
en un santiamén.
—¡Maricón de mierda! —gritó el
tambeño Luciano, mientras le empezó a propinar un rosario de patadas al
desgraciado que pretendió llevarse a su “ccarosa”.
Luego, la señora Petita jaló a
su hija y se la condujo de regreso a la picantería. No obstante todos quedaron
admirados de la valentía de Luciano que hizo una demostración de valor nunca
antes vista.
La heroica defensa de los
pobladores terminó cuando ambos soldados regresaron, completamente golpeados, a
su reducto en la panadería de doña Rosa en Quequeña. Los pobladores guardaron
las armas y se dijeron unos a otros:
—¡Van a volver! y debemos
tener mucho cuidado con estos bandidos, porque uno nunca sabe cómo se van a
vengar —dijo don Liborio Linares que se limpiaba la sangre que le chorreaba de
la frente.
Amaneció el viernes, sin el
canto de los gallos, cuando por el sinuoso camino de herradura que baja de
Quequeña, sombreado por verdes molles, aparecieron cuatro soldados chilenos muy
iracundos que bajaban rumbo a Yarabamba. Allí estaba Villonta con un trapo
amarrado a la cabeza y todo moreteado. La única bulla que se oía era de los
perros que les ladraban por todo el camino, quizás agoreramente descifrando sus
bellacas intenciones.
Al que encontraron primero fue
a don Andresito Herrera, un humilde artesano que, sentado en un “bordo” a la
salida de Yarabamba, tejía un sombrero de chito para vender en la ciudad.
—¡Dónde están! —dijo colérico
Villonta apuntándole con el rifle.
—¿Quién, Señor? —respondió don
Andresito.
—Tus amigos que ayer me han
atacado sin razón. ¿Dónde los puedo encontrar?
—Yo no sé de qué me habla
—replicó asustado.
—¡Híncate, carajo! —gritó
Villonta mientras ordenaba a los soldados ponerse en fila para fusilarlo.
—¡Preparen!, ¡apunten!, …
—¡No, comandante!, éste es
inocente. —dijo uno de los chilenos bajando su rifle— Vamos al pueblo y ahí
vamos a registrar casa por casa hasta encontrarlos.
Así los siniestros soldados
siguieron su camino y pronto, de un puntapié, abrieron la puerta de la
picantería “el Mollecito” que esta vez lucía desolada, ya que, avisados, los
hombres se fueron a refugiar en sus chacras donde se ocultaron en los frondosos
maizales y trigales.
—¡Dame chicha! —dijo uno de
los soldados a doña Peta quien tomó el cuchillo en la mano y habló:
—¡Ya le he echado veneno!,
¿desean que les sirva? —habló con fiereza mientras empuñaba con fuerza el
filudo cuchillo.
—¿Dónde están los campesinos
de mierda que me han golpeado ayer?
—¡Yo soy uno de ellos, y qué! Si
quieren llevarme, sólo saldré de mi picantería muerta.
—¡Vámonos, mi comandante!,
esta vieja está loca. —dijo uno de los soldados mientras se colgaban los
fusiles en el hombro y salían.
Los cuatro chilenos se
caminaron por todo el pueblo de Yarabamba, tocando puerta y puerta, hasta
terminar agotados y sentados en la pileta de la plaza. Sólo pudieron encontrar
ancianos, señoras y niños que los miraban con odio y nadie hacía caso a sus
interrogatorios. Se habían puesto de acuerdo todos los pobladores para evitar
que ajusticien a los de la picantería “El Mollecito”.
Al bordear la una de la tarde,
exhaustos en demasía, el pequeño escuadrón retornó a su cuartel sitiado a la
fuerza en la panadería de doña Rosita, sin haber cumplido su objetivo. Y los
yarabambas regresaron a sus casas a continuar la vida como de costumbre.
Pero en una furtiva reunión
popular que se llevaba a cabo en Buenavista, una voz habló con sapiencia,
mientras todos ponían atención:
—Lo único que marca la
diferencia con los chilenos es que ellos tienen armas y nosotros no. —Habló don
Liborio Linares que se encontraba parado encima de una piedra.
—Tenemos que desarmarlos a
estos desgraciados para que ya no sean una amenaza. —sugirió don José Mariano
Avila, avecindado en Quequeña y que estaba casado con la hermana del cura
Benavides. Había venido a adherirse a la insurrección porque en más de una
ocasión los chilenos habían cometido el sacrilegio de robar en la iglesia.
Eran pues casi veinte
quequeñas y yarabambas que estaban reunidos en lo alto de la cruz de Buenavista
donde urdían un plan de contingencia para dar seguridad a los dos pueblos
hermanos.
—Su reducto es en la panadería
de la Rosita. —dijo Martín Lira— Nos podemos meter por el corral de burros del
Mateo, que queda a un costado de la panadería, y los sorprendemos.
—Sí. Pero hay que hacerlo con
mucho cuidado, sin ningún disparo, porque si matan a un chileno estamos
perdidos. Estos nos van a hacer un juicio sumario. Sólo hay que robarles las
armas para que sirvan para nuestra defensa —dijo don Liborio Linares antes de
explicarles con detalle el plan.
Era ya viernes por la noche,
cuando después de la misa que se celebró en la iglesia de Quequeña por el alma
de la mamá del alcalde, se dio la orden para emprender el anhelado plan de
requisa.
Al menos diez personas se
reunieron en el corral de don Mateo Rosas, para ingresar sigilosamente a la
panadería por el patio anterior donde estaba el horno. A esa hora, los
soldados, abrigados con gabardinas azules, conversaban en torno a una fogata
que hicieron en la huerta cerca del horno. Por precaución, los pobladores
llevaron los dos fusiles que habían quitado a Villonta y a Fernández y éstos
sirvieron para cubrir el ingreso de los insurgentes a la panadería.
Cuando ya eran las ocho y
media de la noche, Livorio Linarez hizo señas a los demás para que ingresen por
la huerta, ya que los chilenos se recogieron al interior de la panadería
quedando sólo un centinela que cuidaba la puerta.
Ingresaron con sigilo y
avanzaron lentamente hasta el almacén de la harina donde tenían guardadas las
armas. Entraron a la panadería ocho pobladores y dos se quedaron apuntando con
los rifles para protegerlos. Uno de ellos era el tambeño Luciano Ruiz que
encañonaba muy concentrado hacia el centinela de la puerta al otro lado de la
huerta, cuando por un infortunio de la vida, uno de los burros del corral
empezó a rebuznar súbitamente, sobrecogiendo a Luciano quien en una reacción
involuntaria jaló el gatillo y disparó.
—¡paaaan! —sonó el estruendo
del disparo, que fue secundado por una infinidad ecos que rebotaban entre los
cerros y que irremediablemente se pudo oír en todo Quequeña.
—¡Asaaalto…! —gritó
fuertemente el guarda chileno quien se tiró al piso en posición de combate.
Los ocho pobladores que
entraron tuvieron que retroceder velozmente, pero no pudieron evitar ser vistos
por el centinela que empezó a disparar a quema ropa. Pero como Luciano ya había
demostrado su aguda puntería cuando lanzó la lampa, con el primer disparo que
hizo mató al centinela, salvando así la vida de sus compañeros que lograron
saltar la pirca hacia el corral.
—¡Huyan!, ¡huyan!, ¡yo los
cubro! —gritaba Luciano, mientras todos sus compañeros escapaban, incluso Lino
el gañán, que fungía del otro francotirador; dejó botado el rifle y salió
corriendo detrás de los demás que se escurrieron por las calles oscuras en
todas las direcciones. Entre tanto los soldados chilenos salieron raudos, pero
no a hacerles frente, sino a escapar rumbo al cerro. Habían creído que era una
emboscada de una poblada de hombres armados. Varios de ellos corrieron sin sus
armas.
Al hacer el último disparo,
que también victimó a otro soldado, Luciano comprendió que se había quedado
completamente solo en el cuartel. Él solito había hecho frente a toda la
guarnición chilena. Con la valentía que lo caracterizaba, ingresó hasta el
interior de la panadería y pudo ver los pertrechos por doquier: era el anhelado
armamento que buscaban robar a los chilenos. Luciano nuevamente comprendió que
él solo no podría cargar todo el botín. Miró hacia la pared un escudo chileno
colgado que decía: “Por la razón o la fuerza”, lo descolgó y lo tiró al techo;
cogió la corona de plata de la Virgen, que antes habían robado de la iglesia, y
salió con una sonrisa de dicha en sus labios, después de saltar la pirca, rumbo
a Yarabamba.
Pero, al mismo tiempo que
Luciano brincaba la pared, el oficial chileno Villonta, que aún tenía un trapo
amarrado a la cabeza, salía totalmente tiznado del interior del horno de la
panadería donde se había escondido, y velozmente corrió, montó uno de los
caballos que estaba amarrado en la huerta y desapareció al galope perdiéndose
en la oscuridad, quizás rumbo a Arequipa y seguramente para dar cuenta del
incidente a su cuartel general.
Los días de la desigual
guerra, que llegó injustamente a estos lares tranquilos, siguió su curso por
siete días más, y fue un domingo fatídico en que doña Delfina Neira, quien
subía de Socabaya montada en su burra negra trayendo “güiñapo”, fue
interrumpida por una polvareda descomunal que la cubrió casi sin dejarla ver.
Era la caballería chilena que se iba rumbo a Yarabamba con más de cincuenta
hombres.
—¡Ay, Dios mío!, ¿qué irá a
pasar? —dijo doña Delfina persignándose y agachando la cabeza para seguir su
marcha.
Al cruzar el río de Yarabamba,
que arrastraba un ligero meandro de agua, los soldados desmontaron, descolgaron
sus rifles e ingresaron al pueblo que no se percató del infortunado arribo. Por
la fuerza, más que por la razón, los soldados capturaron a todos los jóvenes y
viejos entre veinte y sesenta años que estaban en las calles o trabajaban en la
chacra y los condujeron encañonados y con las manos en la cabeza hacia Quequeña
sin mediar explicación.
Pero antes de salir de
Yarabamba, lo primero que hicieron fue incendiar las picanterías y algunas
casas que previamente saquearon. Estos incendios ocasionaron una enorme
humareda negra que se podía ver a unas dos leguas a la redonda.
Con mucha saña, las chombas de
la otrora picantería El Mollecito y las de doña Flora fueron lanzadas a la
calle, estallando dolorosamente por doquier, vertiendo su sangre rojiza que se
esparcía como por la herida de un riachuelo.
Las carcajadas de los chilenos
no se hacían esperar. El capitán Villonta con una sonrisa pérfida en su magra
cara y aún con el trapo amarrado en su frente dirigía la venganza señalando a
diestra y siniestra a qué lugares había que echar fuego, y a quién arrestar. El
caos y la anarquía cundieron por doquier: los niños y las mujeres llorando se
adherían a la procesión que iba detrás de los prisioneros que avanzaba
inapelablemente hacia Quequeña.
Por el camino,
nuevamente encontraron a don Andresito Herrera que se ocupaba de su viejo
oficio de tejer hermosos sombreros, y por orden nuevamente de Villonta fue
golpeado brutalmente por dos soldados que lo dejaron mal herido y con la vista
nublada; y por si fuera poco, también echaron fuego a los sobreros.
Todo hombre que tenía la mala
fortuna de haber estado trabajando ese día en la chacra, a culatazos era
empujado a la tropa de rehenes que marchaban hacia el holocausto. Casi llegando
a la cuesta que sube a la plaza, llegaron dos caballos que traían amarrado de
las manos y con el dorso desnudo a un joven —a un héroe— que venía con la cara
ensangrentada.
—¡Lucianoooo! —gritó, en medio
del tumulto, un viejo amigo: don Angel Figueroa, el partidario de su maicito,
que por primera vez se quebró al verlo masacrado por los soldados chilenos que
lo traían, casi a arrastras, desde el pago de Sogay donde lo capturaron.
Luciano levantó la cabeza e
intentó decir algo, pero la sangre, la saliva y la tierra que tenía en su boca
le taparon el habla. Sólo en su mente pudo musitar una dulce palabra que la
dijo mirando fijamente a una mujer que caminaba llorando del brazo de su mamá y
que volteó a mirarlo:
—¡Barbarita…! —no pudo pensar
más, porque las reatas de los caballos
lo siguieron jalando cuesta arriba.
—¡A ese viejo que ha gritado
también llévenlo!, ¡es uno de sus cómplices! —ordenó Villonta mientras hincó
las espuelas en su caballo y aligeró la cabalgada para llegar primero a la
plaza.
A las once de la mañana toda
la población de Yarabamba y Quequeña estaba congregada en la plaza donde se
alineó a todos los rehenes frente a la iglesia. Eran muchos los jóvenes y
viejos que fueron obligados a comparecer por la fuerza en este juicio popular;
varios de ellos lucían aún la ropa de la chacra, con sombrero a la cabeza, los
pies descalzos y los pantalones remangados.
—¡¡Hay un hombre en el
campanario…!! —gritó repentinamente un soldado chileno, a lo que el superior
Gabriel Alamos ordenó:
—¡Traigan a ese prófugo de
inmediato!
Un grupo de seis soldados
fueron hacia la iglesia, saliendo a su encuentro inmediatamente el cura
Retamoso.
—Hermanos, es la casa de Dios.
No pueden entrar así —habló el presbítero mientras se acercaba el oficial
Álamos a hacer valer la orden. Empujó suavemente la puerta del templo y la
abrió, mientras el padre vanamente intentaba parlamentar con él. Avanzó algunos
pasos hacia el interior para luego decir con ironía:
—¡Bonita iglesia, padrecito!
—exclamó con voz de mojigato mientras se persignaba con el agua bendita de una
pila tallada en sillar.
—¿Qué Virgen es ésa? —preguntó
mientras avanzaba hacia el altar mayor calmadamente, escrutando hacia todas
partes con el ojo avisado:
—Es la Virgen Inmaculada,
capitán —dijo el cura Retamoso— ¡Esta gente no es mala! —prorrumpió con
sollozos— ¡Todos son humildes campesinos que trabajan en la chacra para vivir.
Los que han ocasionado la reyerta han fugado. Téngales clemencia y absuélvalos
por el amor de Dios.
—El que ha estado en el
campanario, ¿quién es? —preguntó mientras rascaba su barbilla.
—Es el sacristán —respondió el
cura, que vio como inútil su negociación.
—¡Ja, ja, ja…! —río a
carcajadas el oficial Álamos.
—Los curas no mienten dentro
de la iglesia, y tú has mentido.
—¡No te preocupes Jorge,
gracias por protegerme! —habló inesperadamente Mariano Avila, quien salió del
bautisterio a entregarse.
—¡Nombre completo y lugar de
procedencia! —gritó enérgicamente el oficial Álamos, mientras hacía señas a los
soldados para que lo arresten.
—¡Mariano Avila Benavides!,
¡arequipeño de nacimiento!
Abruptamente, el oficial
chileno y el apresado Mariano Avila, que era conducido por seis soldados,
salieron de la iglesia dejando al cura en su interior parado y vencido sin
poder haber hecho nada por sus fieles. Al recién capturado lo arrastraron y lo
lanzaron hacia la fila de prisioneros que bordeaban los cincuenta.
Estando al frente de la iglesia tres grandes
grupos: Los acusados, la División Velásquez del ejército chileno y una gran
multitud de quequeñas y yarabambas, empezó el juicio sumario que se prolongó
por tres interminables horas.
Primero, un grupo de cuatro
oficiales, entre ellos Villonta, Ruiz, Vargas y Álamos, que conformaban el
tribunal militar, pasaron revista a los rehenes para sacar de la fila a todos
los ancianos, enfermos y en los que se presumía no había indicios de su
participación en la revuelta.
—Tú, ¡fuera!; tú, ¡te quedas!,
… —se oyó por largos minutos decir a los oficiales, separando a los inculpados
como en un campo de concentración.
De los cincuenta, quedaron
veintiséis candidatos a ser juzgados, tarea que finalmente cumplió en hacer
efectiva el oficial Villonta, quien hizo de verdugo señalando a los que
consideraba los autores de la revuelta, pues él presumía de saberlo todo, ya
que él había sido quien fue golpeado en la picantería y también fue quien se
escondió en el horno de la panadería desde donde los marcó con su infame
mirada.
—Éste es Livorio Linares el de
la picantería —dijo en primera instancia—, que también entró al cuartel
disparando con un rifle. Veredicto: ¡condenado! —avanzó mirando detenidamente a
uno y otro— Y éste es su primo Manuel Linares que también nos golpeó en la
picantería. Veredicto: ¡condenado! Y éste otro desgraciado es el que nos lanzó
la lampa y mató, en el cuartel, al centinela Román de un disparo. También
¡condenado!
Así siguió avanzando entre
otros varios hombres, aferrado a una espada que empuñaba en su mano.
—Este es el guitarrista
de la picantería. —dijo tocándole la cara con el mango de la espada— Es el que
mató al sargento Juan Fernández, yo lo vi disparando con un revólver.
¡Condenado!
Prosiguió su cruel acusación:
—¡Ah!, y éste es el viejo
cómplice de nombre Angel que también lo vi con un rifle disparando. ¡Condenado!
Regresó la mirada hacia un
hombre de terno café y sombrero borsalino.
—Y éste que dice ser el
sacristán de la iglesia, también lo vi disparando desde el corral de burros.
¡Todos estos al paredón!
No dijo más y el oficial
Álamos ordenó llevarlos al cuartel que quedaba a una cuadra de la plaza. Los
veinte restantes, acusados de formar parte de la poblada y haber portado
garrotes y otras armas en el asalto, fueron condenados a recibir cien azotes
públicamente como escarmiento para que la población nunca más intente tomar
represalias contra el ejército chileno.
—¡Juazzz!, ¡juazzz!, ¡juazzz!
—sonaban los latigazos mientras los hombres gritaban de dolor, por lo que las
mujeres lloraban y clamaban:
—¡Ya no, por favor!, ¡ya
nooo!, ¡déjenlooos!
Cuando hubieron terminado, los
soldados y oficiales se retiraron al cuartel marchando en fila con los rifles
al hombro al compás de un corneta y un tamborero que tocaban una diana lóbrega
que hizo anudar las gargantas de todos los presentes. El cura Retamoso se
sintió obligado a seguir el desfile para cumplir con su orden sacerdotal. Ya en
el interior, el oficial Ruiz exhortó al párroco diciendo:
—¡Déles la absolución!, o los
mandamos directo al infierno.
—¡Cómo pueden ser tan
malvados!, —dijo el cura— Dios los perdone porque no saben lo que hacen. Sólo
él puede quitar la vida. —habló haciendo un último intento por ablandar sus
corazones.
—Padre, no tenemos tiempo para
santurronerías —dijo el oficial Ruiz apuntando con la bayoneta al sacerdote que
tuvo que coger su estola y pronunciar con mucho pesar:
—“Indulgentiam, absolutionem
et remissionem omnium peccatorum vestrorum” —oró haciendo la señal de la cruz,
para luego retirarse.
Siendo las tres de la tarde,
los pueblos hermanos de Yarabamba y Quequeña se agolparon alrededor de la
panadería trepándose a las paredes y pircas del corral de burros de don Mateo
Rosas, desde donde contemplaron la ejecución haciendo vivas, que también
contestaban los seis mártires:
—¡Viva el Perú! ¡Viva
Arequipa! ¡Viva Quequeña y Yarabamba!
Un estruendo resonó con fuerza
cuando el oficial Ruiz gritó:
—¡Preparen!, ¡apunten!,
¡fueeegooo!
La ensordecedora
descarga de los rifles no pudo silenciar el repentino grito de Luciano Ruiz
antes de ser abatido junto con sus compañeros:
—¡Barbaritaaa, te amooo…!
Y el mismo burro de la vez
pasada volvió a rebuznar, anunciando quizás el cumplimiento del adagio chileno
que reza lacónicamente en su escudo:
“Por la razón o la fuerza”
Arturo García 1987
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