Mi abuelo don Mariano era un
viejo de esos arequipeños bien antiguos que aún vivía desafiando al tiempo en
una casita de tijerales en uno de los pueblos más tradicionales y antiguos de
Socabaya. Si uno lo visitaba, aún lo podía ver vistiendo con su chaleco de
casimir y su sombrero de “pajaytrigo”; y, si se dirigía a ti, aún te hablaba
voseando el extinto idioma de los arequipeños.
Se sentía orgulloso de que su
madre lo haya parido en Tingo Grande, tierra a la que cada cierto tiempo
regresaba nostálgico a ver sus chacras y los toros que criaba a la ribera del
río. Tenía casi ochenta años forjados a punta de “chicha”, “picante” y arto
“tostau”. Se pasaba todo el día sentado en un tronco, bajo una ramada sombreada
por la enredadera de un frondoso “lacayote” que le colgaba como una vid. Allí
se le veía, con su figura señera como un eucalipto. Mi madre decía que tenía
las mismas arrugas y la cabeza nevada del volcán Misti, y así era
verdaderamente. Lucía además como remate un hermoso y cano bigote, muy parecido
al de Bolognesi, viéndosele corajudo y recio, virtudes que heredó de su madre,
doña Pascuala, la “picantera” más afamada de este lar y quien, según cuenta él
mismo con detalle y orgullo, mató a un soldado chileno con la “chaqquena” de su
batán, en el tiempo de la Guerra con Chile.
Charlar con él era un verdadero
deleite. Era como abrir un libro de papiro y conocer el siglo pasado como quien
mira una película a blanco y negro. Por eso, los pobladores de Tingo Grande lo
conocían con el apelativo de “El Dicharachero”.
Mi abuelo Mariano, cada vez que
tomaba su vino, contaba que él le había puesto el nombre a su pueblo. Decía,
entre muecas y sonrisas:
—Había tomado tanta chicha que
fui a orinar, y ahí estaba el Santiago, el gañán de Tingo, a quien después de
mirarlo que también orinaba le dije: “Tú lo tienes chico y yo lo tingo grande”,
y es así como nació el nombre de Tingo Chico y Tingo Grande. —Y soltaba una
reverenda carcajada que inmediatamente contagiaba a todos los presentes.
Así pues, en cada picantería
donde iba a tomar chicha, vino o anisado siempre él se convertía en el centro
de la atención de todos, porque bien solía agarrar la vihuela afinada en
“baulín” y cantar la “Idelfonsa” o bien recitaba una “huaroccllada” de versos
“lonccos”. Cuando no, él relataba con gran habilidad y picardía las historias
más interesantes que jamás alguien había escuchado, cosa a la que todos ponían una
atención hipnótica.
En una de sus tantas tertulias,
decía que no era “loncco” ni tampoco “ccala”, que era más bien una mezcla de
los dos: su padre, un profesor de la ciudad y su madre, una “picantera” de
Tingo Grande.
Agregaba graciosamente:
—Así como del caballo y la
burra sale la mula, así de un “ccala” y una “loncca” sale un “ccarullo”.
A mi abuelo Mariano cómo le
gustaban las peleas de toros, era su más grande afición, mas le amargaban las
peleas de gallos, porque decía que era una crueldad contra los animales que
Dios había creado. Él decía que la diferencia es muy clara:
—Los gallos se sacan la mugre
por gusto, bañándose en sangre como delincuentes hasta morir, mientras que los
toros únicamente miden sus fuerzas con su rival. En otras palabras, miden el
orgullo de su dueño y el orgullo de su pueblo. Mi toro —decía— cuando le gana a
un toro de Sachaca, de Tiabaya o de Characato, no sólo gano yo, gana Tingo
Grande, ¡carajo!
—Mira, Benito —me decía—, para
que un toro sea campeón se necesita tres cosas: primero, tiene que haber arado
duro la tierra; segundo, comer una buena alfalfa, y tercero, tiene que haber
montado a una ternera joven de buenas ancas, para estar listo para la lidia. —Y
nuevamente volvía a soltar su descomunal carcajada.
Y fue aquella tarde de febrero
que el cielo de Arequipa se “ensuraynó” de golpe y empezó a echar un “mango de
agua” —como decían los antiguos—, regando la campiña como quien riega un
alfalfar. Es cuando la picardía de mi abuelo hizo su aparición.
—¡Benito! —me llamó, quitándose
el sombrero, mientras miraba hacia las nubes grises que el viento arrastraba
desde Uchumayo.
—¡Ven!, ¡acompáñame!
—¿A dónde?, abuelo —le dije con
reticencia.
—Te voy a enseñar una verdadera
pelea de toros.
Y ensillando su caballo bayo y
un burro negro, nos aprestamos a salir rumbo a alguna cancha de toros cercana
—me imaginé.
Él iba en su querido caballo al
que llamaba “el Choccho”, y yo, en el lomo curvado de un burro viejo al que
conocían como “el Sancho”.
Cuando empezó a caer el
aguacero con más fuerza, emprendimos el viaje bajando por un angosto camino
sinuoso que pasaba por Arancota. Al llegar al morro de Alata, tomamos el
antiguo callejón de Chusicani que nos condujo, entre sauces, maizales y
trigales, hasta el pie de una barranca.
—¡Es hoy o nunca! —gritaba mi
abuelo con inesperada emoción, mientras el cielo tronaba y algunos rayos caían
a lo lejos por Socabaya.
—¡Con más prisa!, mi leal
escudero —gritaba confundiéndome aún más.
Yo sinceramente podía jurar que
mi abuelo había perdido el juicio pues era una verdadera locura lo que estaba
haciendo. Y aceleramos el paso, aunque mi burro Sancho no podía caminar muy
rápido por lo que era gordo y por el barro que se había formado en el camino.
Mientras que mi abuelo, cual aquel imaginario jinete épico y novelesco de
Cervantes, avanzaba imparable. Entonces, al ver un inmenso molino de viento de
cuatro aspas, que giraba con gran velocidad echando un chorro de agua hacia un
estanque, creí haber descubierto finalmente lo que pasaba: mi abuelo se sentía el
Quijote y quería enfrentar al gran gigante.
—¡Abuelo! —le grité con la voz
temblorosa porque el aguacero me tenía totalmente empapado y ya empezaba a
tiritar de frío.
—¡Qué, hijo! —me contestó con
desatención ya que no podía contener la inusitada emoción que sentía.
—¡A dónde vamos! —le dije
mostrando preocupación, a lo que él me contestó:
—Algún día tú le contarás a tus
hijos lo que vas a ver hoy: “la verdadera pelea de toros de Arequipa”.
No entendí absolutamente nada.
—¡Ahí está la casa de mi
compadre Mauro! —exclamó.
Y pronto ya estábamos
desmontando al pie de un frondoso sauce donde amarramos el caballo y el burro,
y desde donde se apreciaba el gran castillo oxidado con las aspas de viento que
giraban con locura produciendo un ruido infernal.
—¡Qué te parece, Benito! —me
dijo quitándose el sombrero.
—¿Qué?, ¿piensas pelear contra
este molino? —le pregunté.
—¡No hables cojudeces! —me dijo
jalándome hacia una baranda de palos de eucalipto desde donde se podía ver el
espectáculo más hermoso que jamás había visto en mi vida: un delta de río que
tenía como ribera una verde pradera bordada de pastizales, cañaverales y
sauces. Era la confluencia de dos ríos indómitos: el Chili y el Socabaya.
Agarrándome el hombro mi
abuelo, explicó:
—Aquél que viene de allá, entre
los cerros, es el río Socabaya, y el que viene en la dirección del Misti es el
Chili. —me dijo mientras el cielo tronaba con más furia y se veían caer rayos a
lo lejos en Characato.
—Sólo hay que esperar que
entren las ”llocllas” y los dos ríos empiecen a pelear como dos bravos toros.
El que empuja más al otro, ése es el que gana. —Me habló entusiasmado y ansioso
de que ya empiece el espectáculo, cosa que me intrigó pero al mismo tiempo me
llenó de emoción.
Yo no salía de mi asombro.
Verdaderamente muy pocas personas de Arequipa han tenido la dicha de ver este
espectáculo épico de la naturaleza, y yo la iba a tener gracias a mi loco
abuelo.
De pronto, éste, señalando
hacia Arancota, dijo:
—¡Ahí viene el Chili, carajo!
Entonces una gran avalancha de
aguas “cconchas”, mezclada con piedras y troncos, bajaba haciendo una bulla que
asemejaba a los truenos del cielo. Era el primer toro que entraba a la cancha
con furia.
Y yo, sorprendido, pude
observar y descubrir por el otro lado, la repentina aparición del Socabaya que
igualmente asomó entre los cerros de Tingo Grande arrastrando no sólo lodo y
piedras, sino un burro muerto.
—¡Mira, abuelo!, ¡allá viene el
otro río! —grité.
Era pues la aparición del toro
contrincante, aquél que venía mugiendo desde Socabaya.
—Espérate que se den el primer
astazo. —Me dijo sonriente.
Y así fue, el Socabaya golpeó primero con sus
astas y luego el Chili, más furioso, arrinconó las aguas bravas del Socabaya
que se hizo a un lado. Fueron varias las arremetidas de estos dos astados,
hasta que las corrientes se tranquilizaron. Entonces, mi abuelo don Mariano, mi
querido abuelo “loco de remate”, se quitó el sombrero y lo tiró al suelo, al
igual que cuando lo hacía en la cancha de toros, celebrando el triunfo de su
toro. Esta vez celebraba la fortuna de haber presenciado una vez más la
verdadera pelea de toros, que sólo se da en Arequipa, y que dura apenas un
minuto. Para volverlo a ver hay que esperar un año o diez años, quizás, para
que se vuelva a repetir.
—Este año el Chili ha estado
más macho —me dijo, mientras regresaba contento a saludar a su compadre Mauro.
Yo iba tras de él también
contento, más que todo por haber tenido el privilegio de conocer una de las
tradiciones más interesantes y única que hay en esta tierra.
Hoy han pasado más de cuarenta
años de este suceso, casi el tiempo en que mi abuelo, mi querido abuelo don
Mariano, está enterrado en el cementerio, pero jamás olvidé la anécdota que me
hizo vivir, y que aún hoy no sólo se la cuento a mis hijos, sino que voy con
ellos cada cierto tiempo al mismo lugar para enseñarles la cancha de toros de
Tingo Grande, que aunque hemos intentado volver a ver una pelea, aún no hemos
podido hacerlo. Yo no sé cómo mi abuelo sabía el momento preciso en el que iban
a lidiar los toros.
—¡Ese es el único secreto que
se llevó a la tumba! —les digo a mis hijos mientras contemplan el maravilloso
paisaje, visto desde la casa de don Mauro en Chusicani, donde aún hoy sigue
rotando como hace medio siglo, el viejo y oxidado molino de viento de un
Quijote como mi abuelo.
Arturo García, 1988
Excelente historia!!!
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