viernes, 16 de septiembre de 2016

"UNA LEGENDARIA PELEA DE TOROS" Cuento de Arturo García





(Cuento relatado por un poblador de Tingo Grande. Los nombres son ficticios).


 Mi abuelo don Mariano era un viejo de esos arequipeños bien antiguos que aún vivía desafiando al tiempo en una casita de tijerales en uno de los pueblos más tradicionales y antiguos de Socabaya. Si uno lo visitaba, aún lo podía ver vistiendo con su chaleco de casimir y su sombrero de “pajaytrigo”; y, si se dirigía a ti, aún te hablaba voseando el extinto idioma de los arequipeños.

Se sentía orgulloso de que su madre lo haya parido en Tingo Grande, tierra a la que cada cierto tiempo regresaba nostálgico a ver sus chacras y los toros que criaba a la ribera del río. Tenía casi ochenta años forjados a punta de “chicha”, “picante” y arto “tostau”. Se pasaba todo el día sentado en un tronco, bajo una ramada sombreada por la enredadera de un frondoso “lacayote” que le colgaba como una vid. Allí se le veía, con su figura señera como un eucalipto. Mi madre decía que tenía las mismas arrugas y la cabeza nevada del volcán Misti, y así era verdaderamente. Lucía además como remate un hermoso y cano bigote, muy parecido al de Bolognesi, viéndosele corajudo y recio, virtudes que heredó de su madre, doña Pascuala, la “picantera” más afamada de este lar y quien, según cuenta él mismo con detalle y orgullo, mató a un soldado chileno con la “chaqquena” de su batán, en el tiempo de la Guerra con Chile.
Charlar con él era un verdadero deleite. Era como abrir un libro de papiro y conocer el siglo pasado como quien mira una película a blanco y negro. Por eso, los pobladores de Tingo Grande lo conocían con el apelativo de “El Dicharachero”.
Mi abuelo Mariano, cada vez que tomaba su vino, contaba que él le había puesto el nombre a su pueblo. Decía, entre muecas y sonrisas:
—Había tomado tanta chicha que fui a orinar, y ahí estaba el Santiago, el gañán de Tingo, a quien después de mirarlo que también orinaba le dije: “Tú lo tienes chico y yo lo tingo grande”, y es así como nació el nombre de Tingo Chico y Tingo Grande. —Y soltaba una reverenda carcajada que inmediatamente contagiaba a todos los presentes.
Así pues, en cada picantería donde iba a tomar chicha, vino o anisado siempre él se convertía en el centro de la atención de todos, porque bien solía agarrar la vihuela afinada en “baulín” y cantar la “Idelfonsa” o bien recitaba una “huaroccllada” de versos “lonccos”. Cuando no, él relataba con gran habilidad y picardía las historias más interesantes que jamás alguien había escuchado, cosa a la que todos ponían una atención hipnótica.
En una de sus tantas tertulias, decía que no era “loncco” ni tampoco “ccala”, que era más bien una mezcla de los dos: su padre, un profesor de la ciudad y su madre, una “picantera” de Tingo Grande.
Agregaba graciosamente:
—Así como del caballo y la burra sale la mula, así de un “ccala” y una “loncca” sale un “ccarullo”.
A mi abuelo Mariano cómo le gustaban las peleas de toros, era su más grande afición, mas le amargaban las peleas de gallos, porque decía que era una crueldad contra los animales que Dios había creado. Él decía que la diferencia es muy clara:
—Los gallos se sacan la mugre por gusto, bañándose en sangre como delincuentes hasta morir, mientras que los toros únicamente miden sus fuerzas con su rival. En otras palabras, miden el orgullo de su dueño y el orgullo de su pueblo. Mi toro —decía— cuando le gana a un toro de Sachaca, de Tiabaya o de Characato, no sólo gano yo, gana Tingo Grande, ¡carajo!
—Mira, Benito —me decía—, para que un toro sea campeón se necesita tres cosas: primero, tiene que haber arado duro la tierra; segundo, comer una buena alfalfa, y tercero, tiene que haber montado a una ternera joven de buenas ancas, para estar listo para la lidia. —Y nuevamente volvía a soltar su descomunal carcajada.
Y fue aquella tarde de febrero que el cielo de Arequipa se “ensuraynó” de golpe y empezó a echar un “mango de agua” —como decían los antiguos—, regando la campiña como quien riega un alfalfar. Es cuando la picardía de mi abuelo hizo su aparición.
—¡Benito! —me llamó, quitándose el sombrero, mientras miraba hacia las nubes grises que el viento arrastraba desde Uchumayo.
—¡Ven!, ¡acompáñame!
—¿A dónde?, abuelo —le dije con reticencia.
—Te voy a enseñar una verdadera pelea de toros.
Y ensillando su caballo bayo y un burro negro, nos aprestamos a salir rumbo a alguna cancha de toros cercana —me imaginé.
Él iba en su querido caballo al que llamaba “el Choccho”, y yo, en el lomo curvado de un burro viejo al que conocían como “el Sancho”.
Cuando empezó a caer el aguacero con más fuerza, emprendimos el viaje bajando por un angosto camino sinuoso que pasaba por Arancota. Al llegar al morro de Alata, tomamos el antiguo callejón de Chusicani que nos condujo, entre sauces, maizales y trigales, hasta el pie de una barranca.
—¡Es hoy o nunca! —gritaba mi abuelo con inesperada emoción, mientras el cielo tronaba y algunos rayos caían a lo lejos por Socabaya.
—¡Con más prisa!, mi leal escudero —gritaba confundiéndome aún más.
Yo sinceramente podía jurar que mi abuelo había perdido el juicio pues era una verdadera locura lo que estaba haciendo. Y aceleramos el paso, aunque mi burro Sancho no podía caminar muy rápido por lo que era gordo y por el barro que se había formado en el camino. Mientras que mi abuelo, cual aquel imaginario jinete épico y novelesco de Cervantes, avanzaba imparable. Entonces, al ver un inmenso molino de viento de cuatro aspas, que giraba con gran velocidad echando un chorro de agua hacia un estanque, creí haber descubierto finalmente lo que pasaba: mi abuelo se sentía el Quijote y quería enfrentar al gran gigante.
—¡Abuelo! —le grité con la voz temblorosa porque el aguacero me tenía totalmente empapado y ya empezaba a tiritar de frío.
—¡Qué, hijo! —me contestó con desatención ya que no podía contener la inusitada emoción que sentía.
—¡A dónde vamos! —le dije mostrando preocupación, a lo que él me contestó:
—Algún día tú le contarás a tus hijos lo que vas a ver hoy: “la verdadera pelea de toros de Arequipa”.
No entendí absolutamente nada.
—¡Ahí está la casa de mi compadre Mauro! —exclamó.
Y pronto ya estábamos desmontando al pie de un frondoso sauce donde amarramos el caballo y el burro, y desde donde se apreciaba el gran castillo oxidado con las aspas de viento que giraban con locura produciendo un ruido infernal.
—¡Qué te parece, Benito! —me dijo quitándose el sombrero.
—¿Qué?, ¿piensas pelear contra este molino? —le pregunté.
—¡No hables cojudeces! —me dijo jalándome hacia una baranda de palos de eucalipto desde donde se podía ver el espectáculo más hermoso que jamás había visto en mi vida: un delta de río que tenía como ribera una verde pradera bordada de pastizales, cañaverales y sauces. Era la confluencia de dos ríos indómitos: el Chili y el Socabaya.
Agarrándome el hombro mi abuelo, explicó:
—Aquél que viene de allá, entre los cerros, es el río Socabaya, y el que viene en la dirección del Misti es el Chili. —me dijo mientras el cielo tronaba con más furia y se veían caer rayos a lo lejos en Characato.
—Sólo hay que esperar que entren las ”llocllas” y los dos ríos empiecen a pelear como dos bravos toros. El que empuja más al otro, ése es el que gana. —Me habló entusiasmado y ansioso de que ya empiece el espectáculo, cosa que me intrigó pero al mismo tiempo me llenó de emoción.
Yo no salía de mi asombro. Verdaderamente muy pocas personas de Arequipa han tenido la dicha de ver este espectáculo épico de la naturaleza, y yo la iba a tener gracias a mi loco abuelo.
De pronto, éste, señalando hacia Arancota, dijo:
—¡Ahí viene el Chili, carajo!
Entonces una gran avalancha de aguas “cconchas”, mezclada con piedras y troncos, bajaba haciendo una bulla que asemejaba a los truenos del cielo. Era el primer toro que entraba a la cancha con furia.
Y yo, sorprendido, pude observar y descubrir por el otro lado, la repentina aparición del Socabaya que igualmente asomó entre los cerros de Tingo Grande arrastrando no sólo lodo y piedras, sino un burro muerto.
—¡Mira, abuelo!, ¡allá viene el otro río! —grité.
Era pues la aparición del toro contrincante, aquél que venía mugiendo desde Socabaya.
—Espérate que se den el primer astazo. —Me dijo sonriente.
 Y así fue, el Socabaya golpeó primero con sus astas y luego el Chili, más furioso, arrinconó las aguas bravas del Socabaya que se hizo a un lado. Fueron varias las arremetidas de estos dos astados, hasta que las corrientes se tranquilizaron. Entonces, mi abuelo don Mariano, mi querido abuelo “loco de remate”, se quitó el sombrero y lo tiró al suelo, al igual que cuando lo hacía en la cancha de toros, celebrando el triunfo de su toro. Esta vez celebraba la fortuna de haber presenciado una vez más la verdadera pelea de toros, que sólo se da en Arequipa, y que dura apenas un minuto. Para volverlo a ver hay que esperar un año o diez años, quizás, para que se vuelva a repetir.
—Este año el Chili ha estado más macho —me dijo, mientras regresaba contento a saludar a su compadre Mauro.
Yo iba tras de él también contento, más que todo por haber tenido el privilegio de conocer una de las tradiciones más interesantes y única que hay en esta tierra.
Hoy han pasado más de cuarenta años de este suceso, casi el tiempo en que mi abuelo, mi querido abuelo don Mariano, está enterrado en el cementerio, pero jamás olvidé la anécdota que me hizo vivir, y que aún hoy no sólo se la cuento a mis hijos, sino que voy con ellos cada cierto tiempo al mismo lugar para enseñarles la cancha de toros de Tingo Grande, que aunque hemos intentado volver a ver una pelea, aún no hemos podido hacerlo. Yo no sé cómo mi abuelo sabía el momento preciso en el que iban a lidiar los toros.
—¡Ese es el único secreto que se llevó a la tumba! —les digo a mis hijos mientras contemplan el maravilloso paisaje, visto desde la casa de don Mauro en Chusicani, donde aún hoy sigue rotando como hace medio siglo, el viejo y oxidado molino de viento de un Quijote como mi abuelo.

Arturo García, 1988

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