Cuento antiguo recogido del
pueblo tradicional de Tingo que tuvo lugar a mediados del siglo XX.
El cine Variedades estaba
totalmente repleto, abarrotado de rincón a rincón, de butaca a butaca. Las
entradas para ver la película ganadora del Oscar de 1956 se habían agotado
temprano y los últimos que lograron entrar tuvieron que pagar una reventa de hasta
quince soles de oro. Eran las diez de la noche y ya iban tres horas de
proyección de este fascinante largometraje que, a diferencia de otras
películas, esta vez venía en cinemascope y technicolor.
La magia del cine en todo su
esplendor se hacía pues posible gracias al ducho oficio de don Isidro, el viejo
maquinista del cine, un tingueño que algunos conocían como “el cojo”. Era un
hombre viejo pero muy habilidoso en alistar y enganchar los carretes al
proyector en el momento preciso, y se mantenía activo durante toda película
yendo y viniendo del escaparate a su banco desde donde controlaba
eficientemente la proyección de la película. No era pues raro verlo trabajar
confundido con los aromas de la carbonilla, la grasa y el celuloide y llevar
sobre sí la vivencia de incontables anécdotas. Cuántas veces vio arderse los
rollos, quemarse la lámpara, o enfrentar cortos circuitos, a lo que el público
expectante siempre respondía con gritos y pifias furibundas que muchas veces se
tornaban en burla y chacota, con frases como: —¡Cojo!, ¡cojo!, ¡la película!—
Infinidad de contratiempos de los cuales este gran personaje siempre salía
victorioso. Pero como en toda regla siempre hay una excepción, aquel día se
tuvo que presentar la ocasión.
Toda la gente de la platea y
la galería miraba atentamente cómo Charlton Heston, haciendo el papel de Moisés
en la película “Los Diez Mandamientos”, levantaba las tablas de la Ley, una
escena en la que Dios le estaba encomendando educar al pueblo de Israel que se
estaba corrompiendo, instante en el que inesperadamente el cine se vio en
penumbras. Un apagón general dejó a la ciudad de Arequipa en medio de una gran
tiniebla que hizo detener los instantes finales de una película que había
entrado rápidamente al desenlace.
Como siempre, confundidos con
los chiflidos, nuevamente se produjeron los gritos de descontento y enfado
acostumbrados:
—¡¡cojo…!!, ¡¡cojo…!!
Don Isidro, muy sereno y con
la habilidad e ingenio que lo caracterizaba, salió por la ventanilla del
proyector y apuntó al público con su gran linterna, que siempre acostumbraba
llevar para alumbrar su camino de regreso a Tingo, lo que permitió que se
calmen los ánimos. Todos comprendieron entonces que se trataba de un apagón
general.
Pasada media hora en que la
luz no volvía, la mayoría de la gente optó por ir retirándose, uno a uno, no
sin antes hacer un acalorado reclamo en la boletería. Alrededor de las once de
la noche don Isidro, al ver que ya no quedaba ningún espectador en el interior
del cine, desconectó el proyector, cerró las puertas y salió junto con el
portero, la boletera y el administrador rumbo a la calle Ejercicios —ahora Alvarez Thomas— que
lucía oscura y casi fantasmal, alumbrada de vez en cuando por algún taxi que
subía lentamente escudriñando a los transeúntes en pos de alguna carrera.
—¡Por qué será el apagón!,
¿no? —preguntó Paquita la boletera, mientras se ponía su sacón y el
administrador echaba candado a las rejas.
—Es raro que suceda esto.
—respondió don Isidro— Y parece que es general.
—¿Habrá también apagón en
Tingo? —preguntó el portero mirando a don Isidro que no traía su linterna en la
mano como de costumbre. La había olvidado adentro.
—¿Cómo te vas a ir, Isidro?
—dijo preocupada Paquita.
—Ya estoy acostumbrado a irme
a pie hasta Tingo. Sólo tengo que agarrar la línea del tranvía o del tren y
bajar derechito hasta la puerta de mi casa —respondió don Isidro, dibujando una
leve sonrisa en su cara— Cuando hay alguien que va por el mismo camino que yo,
me acompaño con él; si no, tengo mi linterna; si no hay linterna, está la luna;
y si no hay luna, me hago acompañar con las estrellas; y si está nublado, están
los fantasmas que me acompañan todos los días. —agregó soltando una carcajada,
a lo que Paquita sólo atinó a decir:
—¡Eres medio raro!, Isidro
—después de lo cual se dieron la mano para despedirse y partieron por caminos
diferentes: El portero se fue rumbo a Ferroviarios, Paquita y el administrador
subieron juntos en dirección de la Plaza de Armas, e Isidro, cojeando con su
pequeño bastón en la mano, a la luz tenue de una luna menguante, empezó a bajar
rumbo a Tingo.
Recorrió el bulevar Parra en
toda su longitud hasta llegar al puente de la torrentera del Palomar. El camino
se hacía visible a veces gracias a que la luna menguante alumbraba a penas con
su agónica luz, pero se volvía a oscurecer cuando una nube salía a su paso y
volvía a eclipsarla. Entonces creyó ver a alguien que venía detrás de él
presuroso para alcanzarlo, pero volvía a perderse por la intermitente oscuridad
que ocasionaban las nubes y la luna.
Así se la pasó casi todo el
viaje hasta llegar a la segunda torrentera, justo cerca del cuartel de Tingo.
Don Isidro había recorrido este camino infinidad de veces, tanto así que lo
conocía como la palma de su mano, y si él quisiese lo recorrería con los ojos
vendados. También, en los quince años que tenía trabajando como maquinista del
cine, algunas veces tuvo visiones raras, principalmente donde había hileras de
sauces que se meneaban con el viento produciendo ruidos extraños. Por allí, un
par de veces, miro imágenes fantasmales, como la de una mujer vestida de blanco
o la de dos soldados que salían y se volvían a esconder a lo largo del sauzal.
Pero don Isidro nunca dio crédito a estas apariciones, por lo que siempre las
pasaba como desapercibidas.
—“A los muertos no hay que
tenerles miedo, pero sí a los vivos”— decía siempre a su hija cada vez que le
recomendaba cuidarse.
A lo que sí tenía bastante
miedo, en realidad, era a los asaltantes, que últimamente habían proliferado
cerca de la torrentera, y de donde salían y sorpresivamente “cogoteaban” a
cualquiera que pasara por allí. Don Isidro, un hombre ya viejo y cojo, sabía
que quizás no tendría chance si fuera asaltado, por su obvia minusvalía; por
ello caminaba un poco más a prisa que de costumbre y con más precaución.
Aquella noche, cuando el reloj
marcó las doce en punto, don Isidro sintió un escalofrío tremendo en su sangre,
cuando de abajo del puente de sillar emergieron cuatro siniestros hombres que
en un instante identificó como asaltantes. Faltaban, a penas, cien metros para
llegar al Cuartel de Tingo, entonces don Isidro ya no tuvo otra alternativa que
seguir adelante pues el cuartel le daba cierta tranquilidad y garantía. Aceleró
el paso, se persigno, y oró una breve oración a los ángeles custodios, a los
que les tenía bastante fe, antes de enfrentar a los malhechores que ya casi los
tenía encima. Con la frente fría y las manos sudorosas dentro de su bolsillo,
don Isidro pudo ver cómo cada uno de ellos sacaba de su gabardina un filudo
cuchillo que relumbró e hizo agudizar sus ojos y palpitar su corazón con
intensidad.
—¡Don Isidrooo! ¡Don Isidrooo!
—creyó haber escuchado detrás suyo una voz que lo llamaba, pero los nervios le
habían clavado el pescuezo al pecho y no pudo voltear a ver de qué se trataba.
Tuvo que seguir avanzando cuando ya los tenía a menos de diez metros. Lo único
que hizo, al verlos cerca, fue empuñar fuertemente su bastón y entregarse a su
suerte. Optó por detenerse un instante para ponerse como una estatua de piedra
ante el encuentro inminente —lo había visto en el cine donde aquellos valientes
al verse perdidos se detenían y se ponían fríos para no sentir miedo ni dolor—
y los miró fijamente a los ojos esperando ser atacado. Ellos también lo
miraron, pero con odio, con rabia, y le hicieron una mueca de desagrado cuando
al estar ya junto a él, los cuatro se pasaron de largo sin siquiera tocarlo.
—¡Qué! —don Isidro no
comprendió.
Hubiera querido quedarse allí
parado para tratar de entender, pero sabía que tenía que proseguir su camino
porque podían regresar por sus espaldas y quizás no tendrían ya piedad de él.
Avanzó, casi triunfante y con paso más calmado, hasta llegar a la esquina donde
empieza la calle que baja a la Alameda y donde él vivía, cuando algo lo hizo
voltear para examinar calle arriba y ver si aún estaban los atracadores.
Y sí pudo verlos. Los
facinerosos terminaban de asaltar a una persona que venía por detrás. Le
quitaron todo lo que traía puesto, lo golpearon y lo dejaron ir con la cabeza
ensangrentada.
Don Isidro tornó velozmente
hacia él para asistirlo, cuando en ese preciso instante las luces de la ciudad
de encendieron y la calle se vio iluminada por los escasos faroles que había
frente al cuartel.
—¡Ricardo! —exclamó don Isidro
al reconocerlo—. ¡Eras tú el que me llamaba!
—¡Sí!, don Isidro. Trataba de
alcanzarlo, desde muy arriba. Yo le gritaba pero no me escuchaba.
—Vas a disculpar Ricardito, me
ofusqué al ver a esos hombres que venía hacia mí. —dijo consternado don Isidro.
—¿Pero por qué?, —inquirió
Ricardo— si usted venía acompañado.
—¡Cómo! —dijo sorprendido don
Isidro.
—Sí, don Isidro, yo quería
alcanzarlo para caminar con ustedes y cruzar juntos el puente de la torrentera.
Ya me habían dicho que por aquí están asaltando mucho.
—¡Pero si yo venía solo!
—exclamó don Isidro, mientras le alcanzaba su pañuelo para que se limpie la
sangre de la frente.
—Don Isidro, usted caminaba
con dos soldados, uno a cada costado. Iban con sus rifles al hombro, por eso
los asaltantes no le hicieron nada y se pasaron de frente.
—¡Eso no es posible,
Ricardito! Yo te lo puedo jurar que nadie venía conmigo.
—Entonces, —dijo Ricardo— ¿me
va a decir que son fantasmas?
Don Isidro, el “cojo Isidro”,
mirando, casi con ternura a Ricardo y agarrándole los hombros, le contó aquello
que parecía más bien una confesión:
—Ricardito, para mí que son
los ángeles, —dijo— ¡Sí!, los ángeles custodios, a los que he invocado mientras
rezaba en mi angustia.
—¡Es increíble! —siguió
hablando don Isidro mientras ayudaba a caminar al muchacho— Yo pensé que esto
de los ángeles sólo se daba en el cielo, pero ahora veo que se pueden aparecer
cuando verdaderamente estás en peligro. Yo he sabido de una señora que miró
cuando un enorme tablón cayó encima de su hijo, y todos vieron que ella corrió
y solita lo levantó para liberarlo, cosa a lo que la gente opinó que era la
adrenalina, pero la señora juró haber visto a unos jóvenes que la ayudaban a
levantar el tablón.
—Entonces, los ángeles
—agregó— se pueden presentar de cualquier forma. Esta vez se han vestido de
soldados, pero no del cuartel de Tingo, sino de otro cuartel más divino: el de
los cielos.
Los dos vecinos bajaron la
cuesta abrazados como veteranos venidos de la guerra, mientras don Isidro
volvió a preguntar:
—¡Cuéntame!: ¿cómo eran?,
¿verdaderamente traían uniforme y fusiles…?
—¡Sí, don Isidro!
Arturo García, 2007
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