sábado, 24 de septiembre de 2016

"SOLDADOS DE MEDIA NOCHE" - Cuento de Arturo García





Cuento antiguo recogido del pueblo tradicional de Tingo que tuvo lugar a mediados del siglo XX.

El cine Variedades estaba totalmente repleto, abarrotado de rincón a rincón, de butaca a butaca. Las entradas para ver la película ganadora del Oscar de 1956 se habían agotado temprano y los últimos que lograron entrar tuvieron que pagar una reventa de hasta quince soles de oro. Eran las diez de la noche y ya iban tres horas de proyección de este fascinante largometraje que, a diferencia de otras películas, esta vez venía en cinemascope y technicolor.
La magia del cine en todo su esplendor se hacía pues posible gracias al ducho oficio de don Isidro, el viejo maquinista del cine, un tingueño que algunos conocían como “el cojo”. Era un hombre viejo pero muy habilidoso en alistar y enganchar los carretes al proyector en el momento preciso, y se mantenía activo durante toda película yendo y viniendo del escaparate a su banco desde donde controlaba eficientemente la proyección de la película. No era pues raro verlo trabajar confundido con los aromas de la carbonilla, la grasa y el celuloide y llevar sobre sí la vivencia de incontables anécdotas. Cuántas veces vio arderse los rollos, quemarse la lámpara, o enfrentar cortos circuitos, a lo que el público expectante siempre respondía con gritos y pifias furibundas que muchas veces se tornaban en burla y chacota, con frases como: —¡Cojo!, ¡cojo!, ¡la película!— Infinidad de contratiempos de los cuales este gran personaje siempre salía victorioso. Pero como en toda regla siempre hay una excepción, aquel día se tuvo que presentar la ocasión.
Toda la gente de la platea y la galería miraba atentamente cómo Charlton Heston, haciendo el papel de Moisés en la película “Los Diez Mandamientos”, levantaba las tablas de la Ley, una escena en la que Dios le estaba encomendando educar al pueblo de Israel que se estaba corrompiendo, instante en el que inesperadamente el cine se vio en penumbras. Un apagón general dejó a la ciudad de Arequipa en medio de una gran tiniebla que hizo detener los instantes finales de una película que había entrado rápidamente al desenlace.
Como siempre, confundidos con los chiflidos, nuevamente se produjeron los gritos de descontento y enfado acostumbrados:
—¡¡cojo…!!, ¡¡cojo…!!
Don Isidro, muy sereno y con la habilidad e ingenio que lo caracterizaba, salió por la ventanilla del proyector y apuntó al público con su gran linterna, que siempre acostumbraba llevar para alumbrar su camino de regreso a Tingo, lo que permitió que se calmen los ánimos. Todos comprendieron entonces que se trataba de un apagón general.
Pasada media hora en que la luz no volvía, la mayoría de la gente optó por ir retirándose, uno a uno, no sin antes hacer un acalorado reclamo en la boletería. Alrededor de las once de la noche don Isidro, al ver que ya no quedaba ningún espectador en el interior del cine, desconectó el proyector, cerró las puertas y salió junto con el portero, la boletera y el administrador rumbo a la calle Ejercicios —ahora Alvarez Thomas que lucía oscura y casi fantasmal, alumbrada de vez en cuando por algún taxi que subía lentamente escudriñando a los transeúntes en pos de alguna carrera.
—¡Por qué será el apagón!, ¿no? —preguntó Paquita la boletera, mientras se ponía su sacón y el administrador echaba candado a las rejas.
—Es raro que suceda esto. —respondió don Isidro— Y parece que es general.
—¿Habrá también apagón en Tingo? —preguntó el portero mirando a don Isidro que no traía su linterna en la mano como de costumbre. La había olvidado adentro.
—¿Cómo te vas a ir, Isidro? —dijo preocupada Paquita.
—Ya estoy acostumbrado a irme a pie hasta Tingo. Sólo tengo que agarrar la línea del tranvía o del tren y bajar derechito hasta la puerta de mi casa —respondió don Isidro, dibujando una leve sonrisa en su cara— Cuando hay alguien que va por el mismo camino que yo, me acompaño con él; si no, tengo mi linterna; si no hay linterna, está la luna; y si no hay luna, me hago acompañar con las estrellas; y si está nublado, están los fantasmas que me acompañan todos los días. —agregó soltando una carcajada, a lo que Paquita sólo atinó a decir:
—¡Eres medio raro!, Isidro —después de lo cual se dieron la mano para despedirse y partieron por caminos diferentes: El portero se fue rumbo a Ferroviarios, Paquita y el administrador subieron juntos en dirección de la Plaza de Armas, e Isidro, cojeando con su pequeño bastón en la mano, a la luz tenue de una luna menguante, empezó a bajar rumbo a Tingo.
Recorrió el bulevar Parra en toda su longitud hasta llegar al puente de la torrentera del Palomar. El camino se hacía visible a veces gracias a que la luna menguante alumbraba a penas con su agónica luz, pero se volvía a oscurecer cuando una nube salía a su paso y volvía a eclipsarla. Entonces creyó ver a alguien que venía detrás de él presuroso para alcanzarlo, pero volvía a perderse por la intermitente oscuridad que ocasionaban las nubes y la luna.
Así se la pasó casi todo el viaje hasta llegar a la segunda torrentera, justo cerca del cuartel de Tingo. Don Isidro había recorrido este camino infinidad de veces, tanto así que lo conocía como la palma de su mano, y si él quisiese lo recorrería con los ojos vendados. También, en los quince años que tenía trabajando como maquinista del cine, algunas veces tuvo visiones raras, principalmente donde había hileras de sauces que se meneaban con el viento produciendo ruidos extraños. Por allí, un par de veces, miro imágenes fantasmales, como la de una mujer vestida de blanco o la de dos soldados que salían y se volvían a esconder a lo largo del sauzal. Pero don Isidro nunca dio crédito a estas apariciones, por lo que siempre las pasaba como desapercibidas.
—“A los muertos no hay que tenerles miedo, pero sí a los vivos”— decía siempre a su hija cada vez que le recomendaba cuidarse.
A lo que sí tenía bastante miedo, en realidad, era a los asaltantes, que últimamente habían proliferado cerca de la torrentera, y de donde salían y sorpresivamente “cogoteaban” a cualquiera que pasara por allí. Don Isidro, un hombre ya viejo y cojo, sabía que quizás no tendría chance si fuera asaltado, por su obvia minusvalía; por ello caminaba un poco más a prisa que de costumbre y con más precaución.
Aquella noche, cuando el reloj marcó las doce en punto, don Isidro sintió un escalofrío tremendo en su sangre, cuando de abajo del puente de sillar emergieron cuatro siniestros hombres que en un instante identificó como asaltantes. Faltaban, a penas, cien metros para llegar al Cuartel de Tingo, entonces don Isidro ya no tuvo otra alternativa que seguir adelante pues el cuartel le daba cierta tranquilidad y garantía. Aceleró el paso, se persigno, y oró una breve oración a los ángeles custodios, a los que les tenía bastante fe, antes de enfrentar a los malhechores que ya casi los tenía encima. Con la frente fría y las manos sudorosas dentro de su bolsillo, don Isidro pudo ver cómo cada uno de ellos sacaba de su gabardina un filudo cuchillo que relumbró e hizo agudizar sus ojos y palpitar su corazón con intensidad.
—¡Don Isidrooo! ¡Don Isidrooo! —creyó haber escuchado detrás suyo una voz que lo llamaba, pero los nervios le habían clavado el pescuezo al pecho y no pudo voltear a ver de qué se trataba. Tuvo que seguir avanzando cuando ya los tenía a menos de diez metros. Lo único que hizo, al verlos cerca, fue empuñar fuertemente su bastón y entregarse a su suerte. Optó por detenerse un instante para ponerse como una estatua de piedra ante el encuentro inminente —lo había visto en el cine donde aquellos valientes al verse perdidos se detenían y se ponían fríos para no sentir miedo ni dolor— y los miró fijamente a los ojos esperando ser atacado. Ellos también lo miraron, pero con odio, con rabia, y le hicieron una mueca de desagrado cuando al estar ya junto a él, los cuatro se pasaron de largo sin siquiera tocarlo.
—¡Qué! —don Isidro no comprendió.
Hubiera querido quedarse allí parado para tratar de entender, pero sabía que tenía que proseguir su camino porque podían regresar por sus espaldas y quizás no tendrían ya piedad de él. Avanzó, casi triunfante y con paso más calmado, hasta llegar a la esquina donde empieza la calle que baja a la Alameda y donde él vivía, cuando algo lo hizo voltear para examinar calle arriba y ver si aún estaban los atracadores.
Y sí pudo verlos. Los facinerosos terminaban de asaltar a una persona que venía por detrás. Le quitaron todo lo que traía puesto, lo golpearon y lo dejaron ir con la cabeza ensangrentada.
Don Isidro tornó velozmente hacia él para asistirlo, cuando en ese preciso instante las luces de la ciudad de encendieron y la calle se vio iluminada por los escasos faroles que había frente al cuartel.
—¡Ricardo! —exclamó don Isidro al reconocerlo—. ¡Eras tú el que me llamaba!
—¡Sí!, don Isidro. Trataba de alcanzarlo, desde muy arriba. Yo le gritaba pero no me escuchaba.
—Vas a disculpar Ricardito, me ofusqué al ver a esos hombres que venía hacia mí. —dijo consternado don Isidro.
—¿Pero por qué?, —inquirió Ricardo— si usted venía acompañado.
—¡Cómo! —dijo sorprendido don Isidro.
—Sí, don Isidro, yo quería alcanzarlo para caminar con ustedes y cruzar juntos el puente de la torrentera. Ya me habían dicho que por aquí están asaltando mucho.
—¡Pero si yo venía solo! —exclamó don Isidro, mientras le alcanzaba su pañuelo para que se limpie la sangre de la frente.
—Don Isidro, usted caminaba con dos soldados, uno a cada costado. Iban con sus rifles al hombro, por eso los asaltantes no le hicieron nada y se pasaron de frente.
—¡Eso no es posible, Ricardito! Yo te lo puedo jurar que nadie venía conmigo.
—Entonces, —dijo Ricardo— ¿me va a decir que son fantasmas?
Don Isidro, el “cojo Isidro”, mirando, casi con ternura a Ricardo y agarrándole los hombros, le contó aquello que parecía más bien una confesión:
—Ricardito, para mí que son los ángeles, —dijo— ¡Sí!, los ángeles custodios, a los que he invocado mientras rezaba en mi angustia.
—¡Es increíble! —siguió hablando don Isidro mientras ayudaba a caminar al muchacho— Yo pensé que esto de los ángeles sólo se daba en el cielo, pero ahora veo que se pueden aparecer cuando verdaderamente estás en peligro. Yo he sabido de una señora que miró cuando un enorme tablón cayó encima de su hijo, y todos vieron que ella corrió y solita lo levantó para liberarlo, cosa a lo que la gente opinó que era la adrenalina, pero la señora juró haber visto a unos jóvenes que la ayudaban a levantar el tablón.
—Entonces, los ángeles —agregó— se pueden presentar de cualquier forma. Esta vez se han vestido de soldados, pero no del cuartel de Tingo, sino de otro cuartel más divino: el de los cielos.
Los dos vecinos bajaron la cuesta abrazados como veteranos venidos de la guerra, mientras don Isidro volvió a preguntar:
—¡Cuéntame!: ¿cómo eran?, ¿verdaderamente traían uniforme y fusiles…?
—¡Sí, don Isidro!

Arturo García, 2007

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