Cuento real sucedido en el
Monasterio e Iglesia de Santa Teresa de Arequipa. Los nombres son ficticios,
pero los personajes y hechos son ciertos.
En el portón del monasterio
los niños, que iban a una cercana escuela primaria en Miraflores, siempre
solían verlo vestido con su viejo y zurcido “overolcito”, aquél que tenía un
tirante roto y otro amarrado, además calzaba humildemente un par de sandalias
de cuero desgastadas por el uso que hacían ver sus callosos y rajados piecitos.
Era el “Huerfanito”, conocido así porque nadie sabía su nombre y porque nunca
fue visto acompañado de alguna señora que pudiera dar a entender que era su
madre; más bien, los niños —que eran los únicos que lo podían ver— creían, no
sin razón, que las monjas del convento lo habían adoptado.
Unas veces estaba barriendo;
otras, cargando un balde de agua o llevando una canastita o simplemente
jugando. Los escolares, al pasar, lo miraban con ternura porque les inspiraba lástima
pero al mismo tiempo mucho amor y confianza, cosa que se reflejaba en su dulce
y cautivadora sonrisa. Siempre los saludaba con la manito estirada, gesto al
que ninguno de los niños se resistía a corresponder. Por ello, algunos le
regalaban dulces; otros, “tostado” o carritos de madera para que juegue, no
importaba si estuvieran sin ruedas, él todo lo recibía con cariño y con las
manos abiertas y se alegraba tanto que entraba presto al convento y salía con
uno o dos panes de trigo que les robaba a las monjas y los repartía invitando a
diestra y siniestra.
—¡Siempre vengan a jugar
conmigo, aunque no traigan nada! —les decía.
Por eso, en su inocencia,
algunos se quedaban a jugar con él por horas interminables, pero al ir a la
escuela o regresar a casa, nunca se daban cuenta que el tiempo no había pasado
y siempre llegaban temprano. Por ese mismo motivo, los niños no contaban sus
travesuras a sus padres, quienes jamás se enteraron de la existencia de este
niño. Es más, el juego ameno de los escolares en el solar de la entrada del
convento nunca fue interrumpido por la presencia de las monjas de clausura, y
la bulla que hacían con los gritos ni siquiera despertaban a la anciana madre
superiora, sor Corina, que podía descansar plácidamente sin sentir el bullicio.
Renato, el más pequeño y
curioso de todos, fue el único que alguna vez le hizo una pregunta:
—¿Y tu mamá?, ¿dónde está?
Sonriendo y sin pena alguna le
respondió el huerfanito:
—Mi mamá está en el cielo.
Todos estos sucesos se dieron
antes de 1960 hasta que los niños, gracias a Dios, en diciembre salieron de
vacaciones y ya no podían volver a pasar por la calle y saludarlo o visitarlo y
llevarle regalos, siendo la última vez que lo verían y jugarían con él, porque
para las diez y cuarenta de la mañana del 13 de enero del mes y año siguiente,
la tierra arremetió con fuerza y casi destruyó la ciudad de Arequipa en un
terrible terremoto de nueve grados que dejó al menos 63 muertos. Muchas casas
se vinieron abajo, incluida la escuelita de Miraflores, donde estudiaban sus
eternos amiguitos del Huerfanito.
En el monasterio, a duras
penas, las hermanas de clausura pudieron sacar a sor Corina hasta la pila del
claustro central donde se cobijaron hasta terminado el terremoto. Se levantó
mucho polvo, y desde allí vieron cómo se desmoronó la pequeña espadaña y
algunas paredes que se desplomaron con facilidad. Durante el sismo, las monjas
no cesaron de rezar, implorando por piedad al altísimo. Cuando la tierra se
tranquilizó y dejó de temblar, la madre superiora dijo preocupada:
—¡Vayan a la iglesia y a todo
el convento y revisen si no se ha dañado algo más!
Todas las hermanas se
dividieron y corrieron a revisar los daños y a los quince minutos volvieron con
buenas noticias.
—Madre Corina, sólo se han
roto floreros, ventanas y algunos platos y jarros del aparador de la cocina.
—¡Gracias, Santa Teresita de
Jesús! —logró decir la madre antes de que apareciera la novicia Margarita
gritando:
—¡Madre!, ¡madre!, ¡la Virgen
del Carmen se ha caído!
—¡Jesús!, ¡Jesús!, ¡Dios mío!
—clamaron las hermanas empuñando las manos en acción de plegaria, mientras, con
lágrimas en los ojos, todas corrieron, con temblor en las piernas, hasta la
ermita donde antes, terminado el rosario de las ocho, las madres habían dejado
a la virgencita bien paradita en su bella hornacina adornada con pan de oro.
Fue conmovedor entrar a la
ermita y ver la estatua de la virgen. La Santa Madre de Dios yacía en el suelo
de ladrillo, tirada y hecha pedazos. Las madres entraron en un llanto
incontenible como si fuera un velorio, a lo que tuvo que intervenir sor Corina
con su serena e impávida voz de mando.
—¡Silencio! Es sólo una
imagen, ¿no se dan cuenta? La verdadera Madre no se ha hecho ningún daño. Dejen
de llorar como niñas y levántenla para limpiar de una vez el oratorio.
Y las monjas, ya sosegadas por
el impresionante episodio, empezaron a levantar uno a uno cada trozo de la
hermosa estatua de la virgen, cuando nuevamente volvió a gritar la novicia
Margarita:
—Madre Corina, ¡no está el
niño! —llamó la atención despertando una inesperada curiosidad en todas las
mojas del convento que se habían aglomerado en la pequeña ermita.
—¡Aquí está…!, ¡aquí está…!
—dijo sor Aleja.
—¡Madre santísima! —exclamó la
anciana Madre Superiora, poniéndose a llorar a cántaros, al contrario de lo que
hicieron el resto de religiosas que, esta vez, sonreían henchidas de gozo.
El niño estaba debajo de una
mesita acurrucado tiernamente sin un solo rasguño, como si hubiera ido a
esconderse para protegerse del siniestro terremoto.
—¡Su mamá lo ha protegido!
—dijo sor María
—¡No! Él solito se ha
cobijado. —replicó la novicia Margarita.
—Sea lo que sea, ¡esto es un
verdadero milagro! —dijo sor Corina que ordenó, entre lágrimas y sonrisas, que
lo recogieran y se lo alcanzaran.
Pronto estuvo en sus manos,
donde lo acarició, lo abrazó, lo besó y a un paso lerdo caminó con él y se lo
llevó a su cuarto, paseándolo antes por el jardín, los claustros y la iglesia.
—¡Niño bonito!, ¡Niño
travieso!, ¡Niño terremotito! —le decía, engriéndolo en una procesión en la que
las monjas la seguían rezando el Ángelus y cantando el Ave María por doquier y
a toda voz.
Los arequipeños, habiéndose
recuperado del susto que significó tan tremendo terremoto, rápidamente se
enteraron del prodigio que había obrado el niño Dios en el convento de Santa
Teresa, y pronto todos querían ir a ver al “Niño Terremotito”, para lo cual la
muchedumbre se hizo frecuente durante los días y meses siguientes. Desde
entonces, las madres no pararon de rezar todos los días dando gracias a Dios
por haberles conservado al hijito de la Carmelita, que aunque ya no estaba, les
había dejado el mejor tesoro: su pequeño hijito, un hermoso huerfanito que las
monjas no dudaron en adoptar.
Se volvió tan querido este
hermoso niño que se le tuvo que acondicionar una “salita de comunidad” para que
todos los arequipeños, que quisieran, lo vengan a ver y lo aprecien con su
tierna mirada.
Uno de esos visitantes fue la
familia Portugal que cierto día de primavera decidieron llevar a sus dos
pequeños hijos al monasterio: Pablito y Renato, quienes vivían a pocas cuadras.
Estos ni siquiera sospechaban la gran sorpresa que se iban a dar.
—¡Miren!, Pablito y Renato,
—dijo su entusiasta mamá— ése es el Niño Terremotito. ¿Lo ven? No es una
dulzura. Dicen que se ha salvado en el terremoto. Persígnense y pídanle para
que los bendiga y los ilumine en el colegio.
—¡Mamá…!, ¡es el Huerfanito!
—dijo Renato abriendo los ojos de sorpresa.
—Claro que es huerfanito. Su
mamá, la Virgen del Carmen, se ha caído y se ha hecho tiras, y lo ha dejado
solito, por eso es que es un huerfanito.
—No mamá, es igualito a mi
amigo el huerfanito con el que jugábamos… —y de pronto, entendió que su mamá no
sabía que él algunas veces se había quedado en la puerta del convento jugando
antes de ir al colegio, por lo que consideró sensato mejor callarse.
—No, mamá, nadie. Sólo me
pareció —quedándose callado y muy pensativo.
Pasaron pues largos años,
tiempo en el que el Terremotito nunca dejó de ser visitado, hasta que llegó el
funesto año de 1987. Para entonces, se le confeccionó una pequeña urnita y fue
trasladado a la iglesia donde tenía su pequeño altar. En aquel tiempo, don
Felipe era el sacristán de la iglesia, un señor un tanto renegón pero muy
bueno. Cuando no estaba tocando las campanas o alistando los utensilios para la
misa, pasaba todo el tiempo cuidando la arquita donde las monjas tenían al
Terremotito. No siempre era necesario vigilarlo porque ¿quién va a querer
cometer el sacrilegio de robarlo? El padre Plácido, don Felipe y las monjitas confiaban
plenamente en la honestidad de los arequipeños, a quienes trataban con mucho
cariño y les permitían visitarlo a cualquier hora del día.
Una mañana de agosto, de
aquellas mañanas en que Arequipa amanece con vientos y terrales, vinieron unos
visitantes foráneos que quisieron conocerlo porque la noticia ya había
traspasado las fronteras de Arequipa y sabían de él hasta en Bolivia y Chile.
Don Felipe, como siempre contó la historia con los detalles de costumbre, y
pidió permiso para subir al campanario para repicar para la misa de las diez,
sintió que la hora le ganaba y notó que las personas eran de confiar para
dejarlo al niñito en buenas manos.
Subió y mientras tocaba las
campanas, un presentimiento le traspasó el corazón como una espada y lo dejó frío:
—¡Se lo han robado al
Terremotito! —pensó.
La idea que pasó por su mente
fue aterradora, así es que dejó las campanas balanceándose y corrió hacia la
iglesia donde lo había dejado hace unos minutos. Don Felipe, entonces, bajó
velozmente con tropiezos, librando todos los vericuetos que conducen al
campanario y, al llegar al templo, simplemente no encontró a nadie. La iglesia
lucía silente. No había visitantes, ¡no estaba el Terremotito!
—¡Queeé! —gritó Don Felipe.
Y corrió de inmediato a la
calle, miró hacia arriba y hacia abajo. Bajó hasta la calle Rivero, no encontró
nada; de ahí regresó para luego bajar hasta Santa Marta, donde
irremediablemente perdió toda esperanza y tuvo que tornar a la iglesia
cabizbajo, vencido por la desdicha, y completamente exhausto y jadeante. Al
llegar, se apoyó en el postigo de la puerta del monasterio y entró angustiado
con la mala noticia.
—Hermanas, hermanas, ¡se han
robado al Terremotito! —comunicó a las monjas que desbordaron en un llanto
incontenible.
Más luego, el padre Plácido y
el sacristán bajaron a la comisaría de Santa Marta y pusieron la denuncia del
robo sacrílego. Se investigó varios días sin ningún resultado. Toda la
comunidad estaba consternada y triste: Al huerfanito se lo habían llevado sin
dejar ningún rastro y quizás nunca más lo volverían a ver.
En la parroquia se hicieron
muchas misas, novenas y rosarios pidiendo que regresaran la imagen del Niño. Se
suplicó por radio, televisión y los diarios de la ciudad, pero nadie daba razón
alguna. Cierto día, el padre capellán, en una memorable misa, hizo una prédica
que conmovió a todos los presentes, hasta a los santos que escucharon con
atención:
—“… Así como San José y la
Virgen María fueron en busca del Niño Jesús, así ahora nosotros tenemos que
salir a buscar al Terremotito hasta encontrarlo. No vamos a parar hasta que
aparezca y vuelva a su altar donde tiene que estar, porque es nuestro
huerfanito, al que le hemos dado albergue y lo hemos cuidado desde que la
Virgen del Carmen nos lo encargó. Todos los que lo queremos estamos seguros que
aparecerá”.
Y así fue, sólo pasaron tres
días, desde que el padre Plácido arengó a su feligresía, que las primeras
noticias no se hicieron esperar en la voz del Monseñor Brasini que vivía en
Lima.
Caminando por una calle muy
concurrida, pudo advertir en el escaparate de una tienda de antigüedades, un
niñito que se ofrecía a la venta. No le prestó mucha atención y siguió
caminando; pero a medida que se alejaba, un pensamiento invadió su frágil
memoria:
—¡A este Niño yo lo conozco!,
¡lo he visto en alguna parte! —se dijo a sí mismo constantemente mientras
caminaba rumbo al Arzobispado de Lima—, pero ¿dónde?
Mientras conversaba con el
Canciller, pensó en voz alta, lo que llamó la atención del presbítero:
—¡¡¡El Terremotito!!!, ¡Sí…!,
¡es el huerfanito del Monasterio de Santa Teresa de Arequipa. ¡Claro! —exclamó
con emoción mientras tomaba el teléfono.
Cómo olvidar a tan hermosa
imagen del Niño Jesús, que el año pasado contempló y admiró embelesado en la
iglesia de Santa Teresa, mientras el padre Plácido le contaba la historia.
—¡Aló…!, ¿hermana Dolores?
—preguntó— Soy el Monseñor Brasini, sólo quiero que me responda con una sola
palabra.
En Arequipa, la hermana
Dolores se extrañó de tan rara llamada y preguntó preocupada.
—¿Qué ha pasado, Monseñor?
—¿El Niño Terremotito, aún lo
tienen en la iglesia, o lo han mandado a restaurar? —preguntó sin dar detalles.
—No, Monseñor. Le tengo una
triste noticia: El Niñito Terremotito está desaparecido hace más de cuatro
meses; unos ladrones se lo han robado y no sabemos nada de él.
—Hermana Dolores, yo, en
cambio, le tengo una buenísima noticia: Al Terremotito lo acabo de ver en una
casa de antigüedades, aquí en Lima. Lo están vendiendo.
—¡Bendito sea el nombre del
Señor! —exclamó con alegría la religiosa que de inmediato sugirió:— Vaya
corriendo con la policía, Monseñor, y no permita que lo escondan o se lo
compren.
—Hermana, pero usted sabe que
tengo que estar seguro de que es él para poder ir con la policía. —explicó—
Primero hay que reconocerlo. ¿Usted sabe de alguien que lo conozca bien y esté
aquí en Lima?
—Creo que no, Monseñor
—respondió con tristeza, pero sólo por un breve lapso en que recordó
repentinamente— Pero, ¡espere un momento! —prorrumpió en éxtasis— ¡Claro que
sí! Allí en Lima hay un seminarista franciscano que fue acólito y catequista
aquí en la parroquia, y que lo conoce mejor que nadie, porque desde muy pequeño
ha estado en la parroquia, su nombre es Renato. —agregó— Renato Portugal.
—¡Voy a hablar con sus
superiores y esta misma tarde iré con él y la policía a identificarlo, y si es
el Terremotito, tenga por seguro que mañana mismo haré que lo devuelvan a
Arequipa.
—¡Muchas gracias, Monseñor!
—exclamó con gozo la hermana Dolores, mientras se persignaba.
Para el medio día, toda la
comunidad en Arequipa ya estaba enterada de la buena noticia y esperaban
ansiosos el desenlace, que tenía que ser muy feliz.
Un presbítero regordete
vestido con una camisa negra clerical ingresó en la tienda con un joven de
sotana franciscana y dos policías de la PIP. Se acercaron al mostrador,
mientras el Monseñor Brasini hizo señas al seminarista Renato, quien no pudo
contener su emoción e irrumpió antes de que la policía pudiera hablar.
—¡Huerfanito!, ¡huerfanito!,
¿qué te han hecho?, ¿por qué estás acá? —exclamó sin poder resistirse a cogerlo
entre sus manos y abrasarlo fuertemente.
No hubo necesidad de nada más.
La Policía hizo lo suyo y pronto el Niño Terremotito estuvo de regreso en
Arequipa. El mismo seminarista, Renato Portugal, aquél que jugara con el niño
en la puerta del convento, lo trasladó personalmente en un ómnibus desde Lima
hasta su casa en la iglesia de Santa Teresa donde fue recibido por una gran
multitud. Las monjas vistieron con sus hermosos velos blancos de gala, tocaron
campanillas y cantaron el Te Deum.
La fiesta fue muy grande, y
desde entonces cada año se recuerda el regreso del “Niño Terremotito” con una
misa, procesión y cánticos, todos ellos hechos únicamente por niños, quienes
además hasta hoy tienen la costumbre de regalarle juguetes y pedirle favores.
Renato Portugal estuvo tres
días en Arequipa hasta su retorno a Lima. Cuando se despidió de todos, salió
por el antiguo patio que conduce al portón de la calle, y antes de pasar por el
postigo, sintió que alguien lo miraba. Al voltear, allí estaba el Huerfanito
con su viejo y zurcido “overolcito”, aquél que tenía un tirante roto y otro
amarrado, y calzaba humildemente un par de sandalias de cuero desgastadas. Le
hizo adiós con la manito y Renato tras despedirse, salió y empezó a caminar,
calle abajo, con una sonrisa en sus labios que jamás se borraría.
Arturo García, 1993
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