Cuento que relata las “palomilladas” de don Salvador Villanueva, un personaje muy peculiar y típico de Sachaca. Los nombres y detalles son ficticios.
—¡Toma
un real ! y corre avísales a todos los “ccoros” del cerro que hoy día a las
cinco de la tarde, en la picantería de mi mamá Graciela, voy a prender el
televisor que mi papá ha comprado, para dar una función —dijo Jacinto a su
hermano menor el Toribio, invitándole además una bolsa de “tostado” y
regalándole su viejo trompo de “lloque”.
Toribio,
contento y con la mano izquierda acariciando todo el tiempo la peonza que le
regaló su hermano y que guardó en el fondo de su bolsillo, bajó por todos los
callejones polvorientos de Sachaca, anunciando la noticia a uno y a otro niño,
cual si fuera un canillita que divulgaba una primicia caliente. Inclusive llegó
hasta la plaza empedrada del pueblo donde sabía que encontraría una mayor
cantidad de niños.
—¡Qué
es un televisor! —preguntaban todos, a lo que Toribio, implicado ya en el
delito de su hermano, tenía que improvisar una respuesta, aquélla que por
casualidad oyó hablar alguna vez a su tío Filiberto.
—Es
una radio, donde se puede ver a la gente que está hablando. Es como en el cine,
pero más chiquito.
—¡A
cinco centavos la entrada! —agregaba para cerrar su publicidad con éxito.
Todos
ya conocían las diabluras del Jacinto, el hijo de la picantera, por lo que las
instrucciones que dio a su hermano fueron claras: sólo se dirigían al mercado
infantil, cuyo grado de ingenuidad era adecuado para cometer su bien planeado
timo.
Doña
Gracielita, una señora muy gentil que se ganaba la vida vendiendo “chicha” y
“picantes”, por los casuales avatares de la vida, aquella tarde tuvo que ir a
Arancota a comprar una fanega de “güiñapo”, por lo que su ausencia fue
aprovechada inteligentemente por su hijo para agenciarse unos cuantos soles
para invitarle a la Isidora —su novia— una CocaCola y un pastel en la tienda de
las Vizcarras.
Arrimó
la mesa grande hacia la pared de la entrada y las ocho bancas, que había en la
picantería, las puso en fila. Con el dedo calloso empezó a contar cuántos
incautos alcanzarían en cada banca, lo que, multiplicado por ocho, permitía el
alentador aforo de 32 “mocosos”. ¡Un éxito rotundo!
—Me
alcanzará para invitarle a la Isidora una CocaCola y un pastel para cuatro
fines de semana —se decía mientras no podía evitar sonreír con malicia.
La
Radio Zenith, que su mamá tenía encima de un baúl en su cuarto, lo cargó
cuidadosamente hasta la mesa, donde lo colocó limpiándolo con un mantel y
colocando, entre las dos perillas, el viejo portarretratos de su papá Eleodoro,
cuya foto la volteó hacia atrás. Trajo un palo que se encontró en el corral de
la leña y lo puso amarrando un rastrillo en la parte superior desde donde
tendió un cable que llegaba hasta la radio y que simulaba artificiosamente un
aparato de televisión. Era el plan perfecto. Nunca nadie antes había visto un
televisor en su vida y éste era el primero.
Nadie, pues, notaría la diferencia.
—¡Oy'!,
Jacinto, ¿qué estás haciendo? —le dijo doña Baltazara que pasaba por allí
llevando una cantarilla de agua y vio la radio encima de la mesa y las bancas
bien ordenadas— Cuida'u que tu mamá va a venir y te va “ccatanear” el lomo. No
hagas cojudeces.
—No
señora Baltita, —respondió ladinamente Jacinto— voy a hacerlos rezar el rosario
a los niños. El cura Valentín me ha pedido que lo haga.
Siempre
tenía una escusa perfecta para tapar sus travesuras.
Llegada
la hora, apoyado en el poste del frente de la picantería, observaba preocupado,
calle arriba y calle abajo, a la espera de sus clientes. Faltaba media hora y
aún no venía nadie. Doña Graciela estaría de regreso justo a las seis y no
podía fallar nada. Para calmar sus nervios Jacinto masticaba como si fuera
“coca” una cantidad exagerada de “tostado”.
Cuando
eran las cinco y cuarenta, aparecieron por fin tres niños: los hijos del
sastre, a quienes hizo pasar con la mayor amabilidad posible. Inclusive les
sirvió un platito de “mote” que sacó de una gran olla de barro que había en la
cocina. Los sentó en la primera fila para que sean vistos desde la calle y que
sirvan de gancho para completar su plan. A las cinco y cuarentaicinco había
diez niños y faltando diez minutos para las seis la picantería estaba repleta.
Veintidós “mocosos” incautos esperaban que se encienda el televisor.
Siendo
las seis de la tarde, y ya con los niños inquietos, el plan había sido un éxito
rotundo. Con una bolsa apetitosa de un sol y diez centavos, Jacinto enchufó finalmente
la radio Zenith de su mamá Graciela, que estaba sintonizada con el Rosario de
radio Lambda de Arequipa.
Los
niños, intrigados con ver aparecer la gente dentro de la radio, plantaron la
mirada en el portarretratos de don Eleodoro —alma bendita— cuya foto se
traslucía debido a la luz del sintonizador.
Asombrados,
y a una sola voz, todos empezaron a repetir las letanías y, mientras Jacinto
escapaba por la puerta del corral de la leña con rumbo desconocido, la señora
Gracielita hizo su ingreso a la picantería, cargando el costal de güiñapo.
Inmediatamente,
imaginando lo que pasaba, dio un grito que se oyó hasta la Paccha:
—!Jacintooo...!,
!!!te voy a sacar la mierda...!!!
Arturo
García, 1986
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