jueves, 8 de septiembre de 2016

"EL PRIMER TELEVISOR DE SACHACA" Cuento de Arturo García










Cuento que relata las “palomilladas” de don Salvador Villanueva, un personaje muy peculiar y típico de Sachaca. Los nombres y detalles son ficticios.

—¡Toma un real ! y corre avísales a todos los “ccoros” del cerro que hoy día a las cinco de la tarde, en la picantería de mi mamá Graciela, voy a prender el televisor que mi papá ha comprado, para dar una función —dijo Jacinto a su hermano menor el Toribio, invitándole además una bolsa de “tostado” y regalándole su viejo trompo de “lloque”.
Toribio, contento y con la mano izquierda acariciando todo el tiempo la peonza que le regaló su hermano y que guardó en el fondo de su bolsillo, bajó por todos los callejones polvorientos de Sachaca, anunciando la noticia a uno y a otro niño, cual si fuera un canillita que divulgaba una primicia caliente. Inclusive llegó hasta la plaza empedrada del pueblo donde sabía que encontraría una mayor cantidad de niños.
—¡Qué es un televisor! —preguntaban todos, a lo que Toribio, implicado ya en el delito de su hermano, tenía que improvisar una respuesta, aquélla que por casualidad oyó hablar alguna vez a su tío Filiberto.
—Es una radio, donde se puede ver a la gente que está hablando. Es como en el cine, pero más chiquito.
—¡A cinco centavos la entrada! —agregaba para cerrar su publicidad con éxito.
Todos ya conocían las diabluras del Jacinto, el hijo de la picantera, por lo que las instrucciones que dio a su hermano fueron claras: sólo se dirigían al mercado infantil, cuyo grado de ingenuidad era adecuado para cometer su bien planeado timo.
Doña Gracielita, una señora muy gentil que se ganaba la vida vendiendo “chicha” y “picantes”, por los casuales avatares de la vida, aquella tarde tuvo que ir a Arancota a comprar una fanega de “güiñapo”, por lo que su ausencia fue aprovechada inteligentemente por su hijo para agenciarse unos cuantos soles para invitarle a la Isidora —su novia— una CocaCola y un pastel en la tienda de las Vizcarras.
Arrimó la mesa grande hacia la pared de la entrada y las ocho bancas, que había en la picantería, las puso en fila. Con el dedo calloso empezó a contar cuántos incautos alcanzarían en cada banca, lo que, multiplicado por ocho, permitía el alentador aforo de 32 “mocosos”. ¡Un éxito rotundo!
—Me alcanzará para invitarle a la Isidora una CocaCola y un pastel para cuatro fines de semana —se decía mientras no podía evitar sonreír con malicia.
La Radio Zenith, que su mamá tenía encima de un baúl en su cuarto, lo cargó cuidadosamente hasta la mesa, donde lo colocó limpiándolo con un mantel y colocando, entre las dos perillas, el viejo portarretratos de su papá Eleodoro, cuya foto la volteó hacia atrás. Trajo un palo que se encontró en el corral de la leña y lo puso amarrando un rastrillo en la parte superior desde donde tendió un cable que llegaba hasta la radio y que simulaba artificiosamente un aparato de televisión. Era el plan perfecto. Nunca nadie antes había visto un televisor en su vida y éste era el primero.  Nadie, pues, notaría la diferencia.
—¡Oy'!, Jacinto, ¿qué estás haciendo? —le dijo doña Baltazara que pasaba por allí llevando una cantarilla de agua y vio la radio encima de la mesa y las bancas bien ordenadas— Cuida'u que tu mamá va a venir y te va “ccatanear” el lomo. No hagas cojudeces.
—No señora Baltita, —respondió ladinamente Jacinto— voy a hacerlos rezar el rosario a los niños. El cura Valentín me ha pedido que lo haga.
Siempre tenía una escusa perfecta para tapar sus travesuras.
Llegada la hora, apoyado en el poste del frente de la picantería, observaba preocupado, calle arriba y calle abajo, a la espera de sus clientes. Faltaba media hora y aún no venía nadie. Doña Graciela estaría de regreso justo a las seis y no podía fallar nada. Para calmar sus nervios Jacinto masticaba como si fuera “coca” una cantidad exagerada de “tostado”.
Cuando eran las cinco y cuarenta, aparecieron por fin tres niños: los hijos del sastre, a quienes hizo pasar con la mayor amabilidad posible. Inclusive les sirvió un platito de “mote” que sacó de una gran olla de barro que había en la cocina. Los sentó en la primera fila para que sean vistos desde la calle y que sirvan de gancho para completar su plan. A las cinco y cuarentaicinco había diez niños y faltando diez minutos para las seis la picantería estaba repleta. Veintidós “mocosos” incautos esperaban que se encienda el televisor.
Siendo las seis de la tarde, y ya con los niños inquietos, el plan había sido un éxito rotundo. Con una bolsa apetitosa de un sol y diez centavos, Jacinto enchufó finalmente la radio Zenith de su mamá Graciela, que estaba sintonizada con el Rosario de radio Lambda de Arequipa.
Los niños, intrigados con ver aparecer la gente dentro de la radio, plantaron la mirada en el portarretratos de don Eleodoro —alma bendita— cuya foto se traslucía debido a la luz del sintonizador.
Asombrados, y a una sola voz, todos empezaron a repetir las letanías y, mientras Jacinto escapaba por la puerta del corral de la leña con rumbo desconocido, la señora Gracielita hizo su ingreso a la picantería, cargando el costal de güiñapo.
Inmediatamente, imaginando lo que pasaba, dio un grito que se oyó hasta la Paccha:
—!Jacintooo...!, !!!te voy a sacar la mierda...!!!

Arturo García, 1986

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