Cuento popular arequipeño cuyo
origen del relato se pierde en las oscuras noches de una ciudad temerosa de los
imaginarios fantasmas que rondaban las calles y los cementerios de Arequipa de
mediados del siglo XX.
Era simplemente la mujer más
hermosa que jamás había visto en mi vida. Todavía recuerdo su sonrisa de niña,
su pelo ligeramente pálido y aquella boquita de dientes perlados que con el
brillo de la luna llena relucían entre sus carnosos labios color violeta. Nunca
la vi con la luz del día, el único testigo que sabe de mis delirios y de esos
grandes y profundos ojos negros fue la sombría noche.
Se llamaba Mónica Raquel. Sonó
tan bonito cuando me lo dijo que quedé eternamente enamorado de ella. La conocí
un día Primero de Noviembre, al caer la tarde, cuando ponía luminarias en el
mausoleo de mi abuelo, en el viejo Cementerio de la Apacheta; entonces nada
hacía presagiar esta tenebrosa historia. A esa hora todavía había muchas
personas que visitaban las tumbas, nichos y panteones, colocando las últimas
coronas y velas, ya que era el primer día de Todos los Santos.
La vi cuando yo empezaba a
prender las velas de las luminarias que, en total, eran más de cincuenta. Se
acercó inesperadamente y con una cándida voz me dijo:
—¿Me regalas una velita?
—¡Sí! —le dije.
Le hubiera regalado todas las
ceras que tenía porque me quedé totalmente prendado de ella. Mi alma se
derritió ante su belleza y su mirada hechicera. No sé si en ese momento se
apagó o se iluminó mi vida para siempre.
Conversamos uno, dos o tres
minutos, pero parecieron una, dos o quizás tres horas. El tiempo para los dos
realmente parecía no importar, yo no quería que se vaya y ella insistía en que
me quede. Hablamos de todo, mientras yo iba prendiendo uno a uno esos cirios
refulgentes que alumbraban de naranja sus tiernas manos de dedos y uñas largas.
Ella se quedó a ayudarme a prender las velas. Todo era como en un sueño de
hadas hecho realidad, no podía creer que estaba acompañado y conversando con la
ninfa de mis sueños, hasta que interrumpió mi amigo Víctor Hugo con una
pregunta estúpida:
—¡Qué haces hablándote solito!
No me interesó entenderle qué
me quiso decir. Mónica creo que se asustó de este horripilante espécimen que
era mi amigo Víctor Hugo, un muchacho grosero e impertinente que hizo que ella
desapareciera como tragada por la tierra.
Al volverme hacia ella, ya no
estaba, se había marchado y yo ni siquiera le pregunté dónde vivía y si
volvería a verla.
Desde entonces ya no supe de
esta tierna chiquilla, aunque regresé varias veces al cementerio: al día
siguiente, a la semana subsiguiente y al mes postrero, con la esperanza
obsesionada de encontrarla. Pero nunca la encontré. Se había esfumado
totalmente.
Fue el panteonero quien me
hizo desistir de mis pesquisas cuando me dijo:
—Muchacho, no vaya a ser la
condenada, ¡ten cuidado!
¿¡Ten cuidado!? No me
interesaron tales conjeturas, yo sabía que ella fue tan real como lo es el
ángel de mármol que corona el mausoleo de mi abuelo.
Después de eso, durante
semanas soñé con ella todas las noches, caminando y conversando amenamente,
entre los cipreses y las cruces del cementerio.
Ya era 1960 y había terminado
la secundaria en el Colegio Independencia y ya no tenía que venirme “a patas”
de Arequipa, ya que mi viejo me regaló una motocicleta, y mi mamá, una casaca
negra de cuero igual a la de James Dean, a quien ella juraba me parecía mucho.
Con esta estupenda motocicleta y esa seductora chaqueta, cada tarde de cada fin
de semana iba a buscar a mis amigos para tomar unos tragos a espaldas del
cementerio. No era raro hacerlo, ya que para entonces yo vivía cerca de aquel
lugar en el Cerro Salaverry, un barrio en el que tenía muchos amigos de mi
edad.
Recuerdo que mi niñez se pasó
volando al igual que la de mis amigos con quienes nos vimos crecer en el mismo
barrio. Cuando éramos adolescentes solíamos entrar al cementerio para sacar
alambres de las coronas secas para hacer pulseras y llaveros con forma de
calavera. Más tarde, cuando crecimos y éramos jóvenes de veinte años en
promedio, nos hacíamos desafíos para medir nuestra valentía: Después de tomar
unos tragos nos retábamos a entrar de noche al cementerio solitos hasta la
capilla —que se ubica justo en el medio del campo santo— para dejar y recoger
un “cachito” con dados, el cual, el primero en entrar tenía que ponerlo en la
reja de la capilla y el siguiente debía entrar a traerlos de vuelta. La mayoría
desertaba a los pocos metros de la puerta porque los que quedaban afuera se
encargaban de tirar latas y piedras en dirección de las tumbas para espantar al
que ingresaba. Así nos pasamos pagando apuestas los primeros años de nuestra
rebelde y aventurera juventud. Fueron muchas las anécdotas y sustos que nos
dimos. Cierto día, Ramón regresó jadeante y botando espuma porque, según contó,
en vez de dados encontró una calavera con una vela encendida en su interior y
dentro del cubilete las falanges de una mano. Nunca supimos si fue cierto o fue
otra de las bromas del Víctor Hugo, el líder del grupo y el único muchacho que
conozco que jamás le tuvo miedo a los muertos, prueba de ello es que siempre
era el primero o el último en entrar. Su valentía y broma llegó a tal extremo
que fue capaz de traer la mano de un cadáver y acercarla sigilosamente por el
viejo portón para asustarnos. Habremos gritado y corrido tanto que casi un mes
no nos acercamos por ese paraje. Cuando ya comprendimos que eran las bromas del
Víctor Hugo dejamos de espantarnos y ya no le teníamos miedo a entrar al
cementerio.
Fue un buen fin de semana,
cuando estuve con todos mis “patas” tomando en la misma puerta trasera del
cementerio, que da a las chacras, que la noche arremetió con prisa. Yo,
repentinamente, tuve la necesidad de orinar y lo hice entrando hasta los
cipreses del cementerio. La noche prontamente desplegó su negro manto que el
cielo se tornó pronto de azul a violáceo y de gris a negro. Mientras ello
sucedía, los focos de 50 watts de los postes de la calle se encendieron raudos
y ya se podía divisar el ángel que siempre proyectaba su tenebrosa sombra sobre
la antigua pared de adobe. No tuve miedo, más bien sí un extraño y vago
recuerdo de Mónica, aquella extraña muchacha que no volví a ver desde Todos los
Santos.
Verdaderamente me sentía ya un
poco ebrio cuando, al tornar hacia la puerta pensando en agarrar mi moto y
marcharme, la vi parada allí al pie del ángel, toda sonriente y coqueta.
—¡Mónica!, —le dije con voz
eufórica—. ¡Eres tú!, ¡Qué fue de ti!
—Sabía que ibas a venir —me
dijo sonriente mientras se acercaba despacio, agarrando con la mano su
transparente falda que el viento quería desgarrar mientras su pelo volaba como
en un sueño.
—Sabía que ibas a venir —me
volvió a repetir.
No podía creerlo, era ella
otra vez, y ahora sí que el Víctor Hugo no iba a interferir.
Le agarré las manos que las
sentí heladas.
—¿Sientes frío? —le pregunté
con nerviosismo.
—¡Sí! —me contestó, mientras
tomé la repentina decisión de quitarme mi chaqueta negra de James Dean y
ponérsela con inusitada confianza.
—¡Te he extrañado! —me susurró
mientras empezamos a caminar.
—Yo también —le dije—. Ese día
te fuiste y no sabía cómo encontrarte. ¿Puedes ahora decirme dónde vives?,
quiero verte más seguido, me gusta estar contigo.
Estaba totalmente atolondrado
por la repentina sorpresa que empecé a tartamudear y a tropezar mientras
caminaba. Se veía tan bonita la ninfa de mis sueños con mi casaca puesta que ya
no me interesó la oscuridad. Mónica no esperó a que yo lo hiciera, ella misma
me abrazó y me dio un beso. Entonces sospeché que ella también me amaba.
—Yo vengo todos los sábados a
las seis a traerle flores a mi hermana —me dijo, dibujando una sonrisa en su
carita de muñeca.
Y yo me dije a mi mismo:
—¡Qué imbécil que soy!— Pues
se me había tapado la boca y no sabía qué conversarle, sólo se me ocurrió
seguirla, abrazado de ella, en ese largo camino sin rumbo, entre cipreses y
nichos, dentro del cementerio.
Caminamos, creo, unos
cincuenta metros e, inclinándose suavemente, sacó, no sé de dónde, un clavel
blanco y se acuclilló delante de una tumba donde había un florero quebrado que
se aferraba a una pequeña cruz de madera. Enderezándolo, colocó el clavel y al
levantarse me dijo:
—Aquí está mi hermana. Ya
nadie se acuerda de ella. ¿Sabes?, a veces siento que se queja porque nadie la
quiere. La siento sola, por eso es que nunca dejo de venir a verla cada sábado,
porque ella murió un sábado igual que hoy.
Sólo conseguí leer que en un
brazo de la cruz decía una frase que se veía mutilada y que decía: “…UN SÁBADO
7 DE FEBRERO DE 1955”. No pude leer más porque una reseca corona blanca de
papel cubría el resto del madero.
Se levantó, me abrazó y caminó
conmigo en silencio.
La noche terminó de caer y no
sé por qué no me percataba que a esa hora ya el cementerio estaba cerrado y lo
único que todavía me hacía creer que era temprano era la inmensa luna llena que
plateó con romance los panteones y cruces e hizo rutilar los hermosos ojos de
Mónica.
—¡Se suicidó! —me lo dijo con
una aflicción terrible, provocándome un grueso nudo en la garganta. Después de
clavarme la mirada, yo persistí con mi mutismo y no fui capaz siguiera de
musitar palabra alguna.
—Nadie la entendió. Sólo
creían que era una chiquilla rebelde y caprichosa. Ahora nadie la puede sacar
de ahí —habló con rabia.
No entendí nada, y, haciendo
un esfuerzo grande para romper el gélido hielo que congelaba mi garganta, sólo
se me ocurrió decirle:
—¡Vamos!, te llevo a tu casa
en mi moto.
—¡¿Tienes moto?! —exclamó con
frenesí.
—¡Sí! —le dije—. Ven conmigo,
la tengo en la puerta.
Agarrado fuertemente de su
fría mano, corrimos como dos novios locamente enamorados. Ella venía sonriente,
mientras corría conmigo, y nuevamente su falda traslucía su hermoso cuerpo de
sílfide, volando como la cabellera de un barrilete ante la luz de la luna.
—¡Te amo! —le decía, con mis
trastornados ojos, aquello que mi boca no era capaz de decir.
Llegamos presurosamente hasta
la vieja puerta trasera, donde aún estaban mis amigos. Ahora sí quería que
todos me vean con esta hermosa sirena que me había encontrado en el camino.
Creo que todos estaban deslumbrados porque nadie atinó a decirme nada, sólo
Víctor Hugo que, como siempre, bromeó pesadamente diciendo.
—¡Oye, Toto!, ¿estás demente?,
¡a dónde llevas esa corona!, —lo que hizo soltar profusas carcajadas en los
rostros de mis amigos.
—¡No le hagas caso!, —me dijo
Mónica, mirándome a los ojos, mientras se subía atrás de mí en la moto. Me
abrazó con amor férvido. Luego salí corriendo a gran velocidad rumbo a
Miraflores.
—Vivo en Sepúlveda —me había
dicho, y viajamos dando vueltas por toda la ciudad para poder llegar a su casa;
yo con mi camisa kaki y ella con mi chamarra negra de James Dean. Me sentí su
galán, la sentí mi novia, y la amé interminablemente. Sentí que era la envidia
de todo el mundo porque todos volteaban al verme pasar con ella.
Un hecho que me llamó la
atención era que, por más que lo intenté, no podía verla por el retrovisor,
sólo sabía que estaba allí porque se abrazaba fuertemente de mi espalda. En
fin, lo único que sé es que seguía sin poder creerlo: estaba viajando con la
mujer de mis sueños.
Hubiera querido que este paseo
dure toda la noche. Cuando mi reloj marcaba las 8, ya estábamos frente a su
casa: Era una de esas casonas raras de portón antiguo, de clavos y aldabones
forjados y con un solar en su interior que apenas se podía ver desde afuera.
Recuerdo que empujó la puerta y entró y, asomando de vuelta su bello rostro de
ángel, me dijo:
—¡Te amo…!, el sábado nos
vemos donde tú ya sabes. —susurró con seducción.
Yo quería darle un beso en la
boca, pero ella, intuitiva, sonrío como una niña traviesa y cerró la puerta
suavemente, no sin antes acariciarme la mejilla con su dulce y helada mano.
—¡Adiós, tonto! —me dijo.
Y yo, aturdido por el amor que
se anidaba en mi corazón, le dije:
—¡Toto!, Toto es mi nombre.
Y cerró la puerta, provocando
un estallido de mariposas en mi estómago. Y corrí extasiado gritando con gran
felicidad:
—¡La amo!, ¡la amo!, ¡la amo!
—mientras la gente que pasaba volteaban a ver mi extraña algarabía.
Ya en casa, intenté dormir. En
la pared de mi cuarto había un reloj de péndulo que marcó las cinco de la
mañana. Habían pasado más de ocho horas que no podía conciliar el sueño. A mi
almohada creo que le conté más de cien veces lo hermosa que era esta muchacha
que estaba prendida en mi mente y que ya jamás podría sacármela.
—¡Mónica Raquel!, ¡qué hermoso
que suena…!, ¡y me ama! —repetía y repetía sin cesar.
Sólo pude dormir tres horas,
cuando decidí ir a buscarla nuevamente para, qué se yo, ir a pasear por el
parque; y la excusa perfecta era pedirle mi chaqueta negra. Moriría por
ponérmela, sin duda, ahora mismo y disfrutar de su aroma de mujer impregnado por
todas partes.
Salí, antes que mi madre me
llame a tomar el desayuno. Estaba ansioso de llegar a Sepúlveda, sólo pensaba
en ella, en su cabello rubio, lacio y pálido, en sus grandes y hermosos ojos
negros, y en su falda de seda translúcida.
Ya allí, “malayé”
coléricamente:
—¡Maldita sea! —golpeé
insistentemente con el aldabón el descomunal portón, una y otra vez, y nadie se
asomó, nadie salió.
—Quizá se estará cambiando o
peinando el pelo. —le sugería a mi atolondrada y estúpida cabeza.
Toque cinco minutos más,
quince o treinta minutos aún más. Pero nadie salió.
—Mejor la espero, —me dije— a
lo mejor se fue a la tienda —inventé urgentemente esa tonta escusa y no me
quedó otra alternativa que quedarme sentado en mi moto media hora más. Y nadie
salió.
Volví a insistir por última
vez, cuando una lerda anciana tuvo que pasar a propósito para terminar de
aniquilarme. Levantando el bastón, como si no lo pudiera hacer con la enjuta
mano, me gritó:
—¡Joven!, ¡joven!, ahí no vive
nadie.
—¡¿Nadie?!, —le pregunté
sorprendido.
—Ya hace años que esa casa
está vacía, —me explicó.
—¿A quién busca usted?
—añadió.
Sentí cómo cada palabra que
decía la verduga anciana me ahorcaba con fuerza y ya casi me ahogaba, mientras
mi corazón, lacerado y desgarrado, quería huir despavorido de mi pecho.
—Busco a un amigo que me dijo
que vivía aquí. —intenté disfrazar mi evidente cobardía.
—¡Ah!, Jorge Danelli. —lo
recordó sin siquiera yo conocerlo—. Pero ya hace más de cinco años que se fue
de regreso a la Argentina. Eran tan buenas personas, principalmente su esposa, la señora Raquelita.
—¿¡Raquelita!? —se me hizo
otro nudo en mi maldito pescuezo—. ¡No puede ser, Dios mío! —lo pensé para mis
adentros, mientras un enorme abismo se abría bajo mis pies para tragarme
entero.
—Sólo tenían una hijita y se
marcharon después de sepultarla. —siguió torturándome y arrasando con lo último
que quedaba de mi aniquilada alma.
—¿Sabe qué? —dijo porque ya se
iba—, ¡la jovencita se tomó veneno!
La ahora perversa anciana
agarró su odioso bastón y se marchó moviendo la cabeza sin que me interesase en
absoluto el rumbo que tomó.
—¡Raquelita!, ¡Raquelita! —me
tragué la lengua y resolví caminar sin rumbo, arreando mi motocicleta cuesta
abajo de regreso al Cerro Salaverry.
Estuve una hora divagando por
la ciudad de Arequipa en busca de una explicación, por las mismas calles donde
ayer pasé eufórico con Mónica.
—¡Claro! —me dije.
De pronto, sólo sabía que el
único lugar donde iba a encontrarla era el cementerio. Presurosamente tomé con
furia la moto y arranqué rumbo a la Apacheta.
Y allí estaba yo, hecho un
estúpido zombi, sin desayunar, sin almorzar y sin ganas de cenar. Entré al
cementerio y pronto estuve frente a ella: a la derruida y mustia tumba, más
árida que nunca, donde descubrí que la corona de papel, que ayer cubría el
epígrafe de la cruz, ya no estaba presente; en su lugar colgaba, llena de
polvo, mi querida chamarra negra de James Dean. Al recogerla con mi mano
temblorosa, la inscripción de la cruz se reveló por completo mostrando una
hiriente y lacónica frase que decía: “AQUÍ YACE MÓNICA RAQUEL DANELLI. SE FUE
SIN DECIR ADIÓS UN SÁBADO 7 DE FEBRERO DE 1955”.
Arturo García, 2001
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