"Cuento muy antiguo, casi una leyenda, recogida de la tradición popular del pueblo de Tiabaya."
Una tarde de otoño, cuando ya
los perales se habían secado, la mula bajó por una pedregosa cañada, que
desciende y atraviesa el cerro de Tío Chico, y enrumbó hacia la plaza de
Tiabaya por en medio de un callejón de pircas. Venía arreada únicamente por los
perros “huayquilleros” que salían de los alfalfares o corralones a ladrarle con
exacerbada cólera. Acarreaba, a cada lado de su matado lomo, dos remendados
serones hechos de varas de “lloque”, tal y como antaño solían llevar las burras
que repartían la leche. Estos venían tapados con un poncho café, casi del color
de su pelaje, y custodiaban una carga que a simple vista lucía de lo más
intrigante y que la acémila se mostraba presto a entregar. Algunos “lonccos”
que percibían la extraña cabalgada, avisados por el bullicioso concierto de
ladridos, procuraban con su perspicaz mirada averiguar de un solo atisbo el
contenido de los cestos. Pero nadie se atrevió a hurgar.
La mula siguió sus pasos y,
antes de entrar en la calle que lleva a la plaza, se detuvo en una acequia —la
que baja de Alata— donde, en medio del camino, ésta se extendía como una
laguna, a la sombra de una vieja y seca higuera. Allí bebió y bebió tanta agua
como el largo camino trajinado le exigía. Después de haber defecado a los pies
de este mismo árbol, emprendió de nuevo el viaje, esta vez sin detenerse, hasta
llegar a la antigua plaza de Tiabaya, donde la esperaban la mirada atónita de
varios tiabayas, quienes, asomados a sus ventanas y puertas, buscaron
rápidamente indagar sobre la presencia del extraño forastero. Los “lonccos” que
tomaban chicha en la picantería contigua salieron y se acercaron y, mirándose
unos a otros con asombro, nadie pudo ser capaz de decir palabra alguna, hasta
que, abriéndose camino entre los curiosos, apareció la” picantera”.
—Debe ser una mula descarriada
que se ha extraviado de su recua —dijo convencida doña Gregoria—; por Chusicani
pasan todos los días los arrieros que vienen y van a la costa, seguro a alguno
de ellos se le ha perdido.
—¿Dónde estará ese negligente
arriero que la ha dejado escapar? —agregó don Porfirio, mientras se quitaba el
sombrero para limpiarse el sudor que le había dejado el duro trabajo de la
chacra.
—¡Ya aparecerá!, de repente la
deben estar buscando allende Sachaca, donde hay hartos corrales de burros y
mulas.
Pasados apenas un cuarto de
hora, se fue juntando aún más la multitud de curiosos que pronto rodearon al
manso animal que, al verse sitiado, optó por sentarse a descansar en el piso de
sillar rosado del atrio de la iglesia, donde antes detuvo su marcha
intempestivamente como por la orden de un gañán.
Así estuvieron largos minutos
perdiendo el tiempo en conjeturas apresuradas y poco sensatas, dado que los
serones incitaban a pensar en la existencia de un preciado tesoro, quizás de
algún Jesuita o comerciante acaudalado. Así pues, a las cuatro de la tarde ya
habían pasado más de dos horas desde que llegó la mula, tiempo en el cual hasta
el alcalde, don Jacinto Valdivia, se hizo presente en el lugar de los hechos y
pronto adelantó vanos e inútiles comentarios.
Se habló de todo, en un
ambiente en el que todos opinaban, hasta que el sol se tuvo que ir a dormir y
la gente se fue retirando poco a poco mientras seguía la perorata del alcalde,
cosa que sólo pudo detener la presencia oportuna de fray Camilo, el cura de la
iglesia.
—¡Señores!, ¿hasta qué hora
piensan quedarse aquí? ¡Voy a cerrar la reja! ¡Ya aparecerá el arriero o dueño,
qué se yo, de este animal! —dijo el cura en voz alta luego de ponerse delante
de la mula, y agregó:
—¡Vayan a descansar! La mula
se va quedar aquí en el atrio esta noche, el sacristán la va a cuidar. Si
mañana domingo nadie ha venido a reclamarla, después de la misa, con la
presencia de todos los fieles, vamos a abrir los serones para ver su contenido
y averiguar qué trae y quién puede ser el dueño. ¿Les parece? —replicó mirando
fijamente a la reducida multitud de curiosos que aún se rehusaba a abandonar el
atrio, incluido el alcalde.
—Mañana es la misa de fiesta
del Cuasimodo, espero que el mismo entusiasmo que le han puesto a esta mula
también le pongan a Dios y venga masivamente a escuchar la misa. —Culminó fray
Camilo y todos regresaron a sus casas a comer o a la picantería a terminar de
tomar la chicha.
Al día siguiente, al asomarse
el sol por el Pichu Pichu, algunos curiosos, como el Ramón “carretas” o la
alfalfera Tarcila, se acercaron con sigilo a indagar por las primeras noticias
del día. La mula seguía ahí, casi inmutable como una estatua, sin haberle
afectado en lo mínimo la eterna pernoctada. A su lado, un comedero de sillar
hacía beber a ratos a la acémila que había dejado, como prueba de su obligado
mesón, un gran montículo de estiércol a un costado de la entrada de la iglesia
y que el sacristán se afanaba en remover con su vieja escoba de palmero.
—¿Y…?, Sebastián, ¿alguien ha
venido a preguntar por la mula? —se adelantó a sonsacar el Ramón al sacristán.
—¡Nadie! Sólo los perros de la
Clofe le han ladrado toda la noche hasta casi las cinco de la mañana en que
cantaron los gallos y recién he podido conciliar el sueño. —dijo Sebastián.
—¿Y qué crees que hay en los
serones? —agregó Tarcila al verlos arrinconados al pie de uno de los dos
pilares de sillar que custodiaban la entrada del templo.
—No sé. Habrá que esperar a
que después de la misa fray Camilo los haga abrir.
Y fue después de celebrada la
octava de la Pascua con solemnidad que una gran muchedumbre empezó a abandonar
la iglesia y, en vez de enrumbarse por las distintas calles del pueblo como
sucedía de costumbre, todos optaron por rodear a la mula que extrañamente
empezó a dar ruidosos gemidos que a veces parecían rebuznos y a veces
relinchos.
Había llegado la hora de abrir
el misterioso equipaje, cual apertura de un relicario o más bien —como diría
fray Camilo— de un verdadero sagrario. Y así fue, el último en llegar fue el
párroco que venía remisamente con su acostumbrada sotana y con la frente
fruncida ante la exagerada expectativa de los “tiabayas” que no querían ocultar
su ansiedad.
—¡Qué afán para más porfiado
el de esta gente! —dijo fray Camilo, mientras hacía señas a Sebastián para que
venga.
—¡Abre ya de una vez los
serones, Sebastián! —ordenó con ira al sacristán que se dispuso a desatar las
reatas.
—¡Virgen Santísima! —gritó Sebastián
soltando las amarras y retrocediendo raudamente.
—¡Qué pasa, hijo! —preguntó el
cura con sobresalto mientras todos fijaron la mirada en la cara del sacristán.
—Es un santo, su merced.
—¿Cómo? —replicó el cura
acercándose a la pequeña abertura hecha en el serón izquierdo.
—Termina de abrir de una buena
vez —dijo fray Camilo, y Sebastián concluyó con desatar las reatas que
ajustaban el serón.
—Es el cuerpo de un Jesucristo
porque tiene las llagas en las manos —se adelantó a decir don Facundo antes de terminar
de descubrirlo totalmente.
—¡Dios mío!, pero no tiene
cabeza —dijo Sebastián, cosa que hizo que todos se quedaran perplejos y mudos.
—¡Busca en el otro serón!
—ordenó el cura mientras se rascaba las barbas.
El sacristán, bajo la atenta
mirada de una gran muchedumbre de medrosos, desató velozmente la otra cesta,
pero no pudo hallar más que cuatro palos rajados que formaban parte de una
vieja cruz de madera.
—¡Es un Jesús Nazareno! —gritó
doña Ofelia— Igualito al que hay en Paucarpata, padrecito.
—Sí, ya me di cuenta, doña
Ofelia —agregó fray Camilo mientras se dispuso a predicar de emergencia a la
multitud, casi como cuando se sube al púlpito los domingos. Esta vez, lo hizo a
un costado de la imagen.
—¡Hermanos de Tiabaya!, no nos
sobrecojamos de esta manera. Verdaderamente, esta es la imagen de un
Jesucristo, que de seguro lo estaban transportando hacia algún lugar para
repararlo, no sabemos; por eso es que no tiene cabeza. No creo que alguien se
haya querido deshacer de esta imagen, más bien, yo me atrevería a decir que es
el mismo Señor Jesucristo que ha querido venirse a morar a nuestro pueblo.
—¡Sí…!, ¡sí…! —murmuró la
gente reanimándose con las palabras de su párroco que intentaba serenar los
ánimos.
—Quizás, ya nadie venga a
preguntar ni a reclamar por esta malograda imagen que carece de valor
pecuniario. Yo pregunto a todos ustedes, dado que aquí en Tiabaya no tenemos
más que la imagen del santo Apóstol, a la virgen del Perpetuo Socorro y algunos
cuadros de la Pasión, ¿les gustaría que nuestra iglesia acoja a Jesús Nazareno?
—¡Síiiiii! —volvió a clamar la
muchedumbre al unísono.
Así, de esta manera, terminó
el misterio y la imagen fue internada en la sacristía a la espera de un
ebanista para que la componga.
Pasaron al menos nueve meses,
tiempo en el cual la gente había casi ya olvidado el incidente, hasta que por
el mismo camino que recorrió la mula hace ya un buen tiempo, apareció caminando
un hombre alto y barbón de unos treinta años de edad que venía andando con un
morral colgado al hombro. Tenía cara de extranjero y, a diferencia de la mula,
a él no le ladraban los perros, ni los “lonccos” se afanaban en indagar quién
era.
Más bien, el nuevo forastero
se acercó a don Genaro, que llevaba al hombro una lampa, y le preguntó
amablemente:
—Buen día amigo. Dígame ¿dónde
está el pueblo de Tiabaya?
—Caballero, éste es el pueblo
de Tiabaya, no ve usted las ricas peras que cuelgan en los árboles —contestó
don Genaro sonriéndole con sus dientes oxidados.
—¡Gracias, buen hombre! —dijo,
y siguió el mismo camino de la mula, hasta chocarse con la higuera que,
extrañamente, para entonces había reverdecido después de casi veinte años que
estaba ya muerta. Allí descansó por breves instantes mientras remojó sus pies,
y emprendió el tramo final hasta llegar a la iglesia.
—¡toc!, ¡toc! —sonó la puerta
de la parroquia y salió fray Camilo que se extrañó de ver a tan raro personaje.
—¡La paz esté contigo,
padrecito! —dijo el forastero—. Soy Emanuel. Vengo por encargo de fray Domingo
de la doctrina de Paucarpata; mi padre es carpintero y yo soy su discípulo en
la madera. Me han informado que aquí tienen la imagen de un Cristo que
necesitan arreglarlo.
—¡Bendito sea Dios! —dijo sin
poder contener su alegría, fray Camilo— ¡Claro que sí! Tenemos una imagen que
queremos arreglar hace tiempo. ¡Acompáñeme!
El cura y su ilustre
visitante, conversando alegremente, anduvieron por el patio de la parroquia e
ingresaron a la sacristía donde se posaba sobre un tablón la imagen cegada del
Cristo.
Emanuel la admiró con ternura
y dijo:
—Padre Camilo, ésta imagen
quedará aún mejor de lo que era. Voy a tener que quedarme en Tiabaya al menos
tres días para arreglarla completamente.
—¿Qué necesita, Emanuel?
—preguntó el fraile, ofreciendo de su parte todo lo que estuviera a su alcance
para la pronta culminación del trabajo.
—Voy a trabajar aquí mismo. No
se preocupe por nada, aquí en mi morral traigo todas las herramientas que se
necesitan —dijo Emanuel mirando al cura
con unos ojos que inspiraban mucha confianza—. Sólo le pido que nadie me
distraiga; necesito mucha concentración y paz para trabajar; por eso le
rogaría, padrecito, que por lo pronto no vengan a tocarme la puerta. Dentro de
tres días les entregaré el trabajo terminado, entonces cobraré y me marcharé.
—Muy bien, Emanuel. Sebastián
le traerá la comida y la meterá por debajo de la puerta para no molestarlo. No
se preocupe por la iglesia, no tendremos misa hasta el día sábado —agregó con
resolución el padrecito que, antes de retirarse, preguntó:
—¡Y cuánto nos cobrará por la
reparación!
—Todo lo que se recaude de las
limosnas del domingo —respondió nuevamente con la misma mirada que reflejaba
conmiseración y amor.
—Gracias, Emanuel. Lo dejo
trabajar. Dentro de tres días regreso.
—No, fray Camilo, yo mismo le
avisaré a bien termine de trabajar —replicó el extraño carpintero que cerró la
puerta suavemente y empezó la obra.
Fray Camilo, con una sonrisa
que le exultaba el alma, regresó a su cuarto donde empezó la impaciente espera
que duró algo más de cinco días.
Extrañado por el mutismo en la
sacristía, donde nunca oyó un solo martillazo o aserrada alguna, fray Camilo,
finalmente resolvió tocar la puerta e indagar por Emanuel.
—¡Toc!, ¡toc! —golpeó
suavemente, acercando el oído y luego la vista al ojo de la cerradura.
Sólo se podía distinguir el
cirio que iluminaba la habitación: una cera que aún estaba prendida y casi no
se había gastado.
—¡Emanuel!, ¡Emanuel!
—preguntó repetidas veces, antes de tener que empujar la puerta con fuerza e
ingresar al interior de la sacristía.
Cuando ya estuvo adentro, pudo
distinguir a primera vista, la bellísima imagen de Jesús Nazareno que lucía
resplandeciente. Fray Camilo se acercó hasta tocarla. No podía creerlo, era un
Cristo muy hermoso que mostraba un rostro tan perfecto que no parecía que
hubiera sido reparado alguna vez.
—¡Sebastián! ¡ven pronto!
—llamó, casi quebrado en llanto, a su sacristán que en un santiamén estaba ya
detrás del fraile preguntado.
—¿Ya se fue el carpintero?
—¿Cómo? —reaccionó fray
Camilo.
Estaba tan perplejo que olvidó
indagar la presencia de Emanuel.
—¡Mire usted, padrecito!
—exclamó Sebastián al momento que descubría los platos de comida que había
traído al carpintero y que estaban intactos sobre una cómoda y se veían aún
calientes, inclusive echando vapor.
—¡Dios mío!, ¿qué es lo que ha
sucedido aquí? —vociferó fray Camilo, mientras tocaba el suelo con los dedos,
allí donde no había señas de astillas ni aserrín que atestiguaran el duro
trabajo de un ebanista.
—¡Quién habrá sido este
carpintero! —jamás dejó de preguntarse a sí mismo, sin encontrar respuesta,
hasta el día de su muerte.
El próximo domingo que hubo
misa en la iglesia de Tiabaya, fray Camilo y el sacristán Sebastián informaron
al pueblo, que abarrotaba el templo, que por fin Tiabaya tenía un nuevo santo
patrón: Jesús Nazareno.
La misa que se hizo fue en su
honor, y se decidió festejarlo el segundo domingo de pascua o Cuasimodo, fecha
en la que arribó la mula trayéndolo de tierras lejanas. Se hizo la primera
procesión y se colocó la imagen en el centro del altar mayor; pero, por
decisión del párroco, jamás se supo de la existencia de Emanuel, un carpintero
judío que llegó por estas tierras y se fue sin dejar huellas, más bien se fue
dejando una huella perenne que aún hoy se puede observar en el rostro clemente
de Jesucristo, que no deja de mirar con los mismos ojos tiernos que miraba el
carpintero.
Arturo García, 2002
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