viernes, 16 de septiembre de 2016

"EL HIJO DEL CARPINTERO" - Cuento de Arturo García





"Cuento muy antiguo, casi una leyenda, recogida de la tradición popular del pueblo de Tiabaya."


Una tarde de otoño, cuando ya los perales se habían secado, la mula bajó por una pedregosa cañada, que desciende y atraviesa el cerro de Tío Chico, y enrumbó hacia la plaza de Tiabaya por en medio de un callejón de pircas. Venía arreada únicamente por los perros “huayquilleros” que salían de los alfalfares o corralones a ladrarle con exacerbada cólera. Acarreaba, a cada lado de su matado lomo, dos remendados serones hechos de varas de “lloque”, tal y como antaño solían llevar las burras que repartían la leche. Estos venían tapados con un poncho café, casi del color de su pelaje, y custodiaban una carga que a simple vista lucía de lo más intrigante y que la acémila se mostraba presto a entregar. Algunos “lonccos” que percibían la extraña cabalgada, avisados por el bullicioso concierto de ladridos, procuraban con su perspicaz mirada averiguar de un solo atisbo el contenido de los cestos. Pero nadie se atrevió a hurgar.
La mula siguió sus pasos y, antes de entrar en la calle que lleva a la plaza, se detuvo en una acequia —la que baja de Alata— donde, en medio del camino, ésta se extendía como una laguna, a la sombra de una vieja y seca higuera. Allí bebió y bebió tanta agua como el largo camino trajinado le exigía. Después de haber defecado a los pies de este mismo árbol, emprendió de nuevo el viaje, esta vez sin detenerse, hasta llegar a la antigua plaza de Tiabaya, donde la esperaban la mirada atónita de varios tiabayas, quienes, asomados a sus ventanas y puertas, buscaron rápidamente indagar sobre la presencia del extraño forastero. Los “lonccos” que tomaban chicha en la picantería contigua salieron y se acercaron y, mirándose unos a otros con asombro, nadie pudo ser capaz de decir palabra alguna, hasta que, abriéndose camino entre los curiosos, apareció la” picantera”.
—Debe ser una mula descarriada que se ha extraviado de su recua —dijo convencida doña Gregoria—; por Chusicani pasan todos los días los arrieros que vienen y van a la costa, seguro a alguno de ellos se le ha perdido.
—¿Dónde estará ese negligente arriero que la ha dejado escapar? —agregó don Porfirio, mientras se quitaba el sombrero para limpiarse el sudor que le había dejado el duro trabajo de la chacra.
—¡Ya aparecerá!, de repente la deben estar buscando allende Sachaca, donde hay hartos corrales de burros y mulas.
Pasados apenas un cuarto de hora, se fue juntando aún más la multitud de curiosos que pronto rodearon al manso animal que, al verse sitiado, optó por sentarse a descansar en el piso de sillar rosado del atrio de la iglesia, donde antes detuvo su marcha intempestivamente como por la orden de un gañán.
Así estuvieron largos minutos perdiendo el tiempo en conjeturas apresuradas y poco sensatas, dado que los serones incitaban a pensar en la existencia de un preciado tesoro, quizás de algún Jesuita o comerciante acaudalado. Así pues, a las cuatro de la tarde ya habían pasado más de dos horas desde que llegó la mula, tiempo en el cual hasta el alcalde, don Jacinto Valdivia, se hizo presente en el lugar de los hechos y pronto adelantó vanos e inútiles comentarios.
Se habló de todo, en un ambiente en el que todos opinaban, hasta que el sol se tuvo que ir a dormir y la gente se fue retirando poco a poco mientras seguía la perorata del alcalde, cosa que sólo pudo detener la presencia oportuna de fray Camilo, el cura de la iglesia.
—¡Señores!, ¿hasta qué hora piensan quedarse aquí? ¡Voy a cerrar la reja! ¡Ya aparecerá el arriero o dueño, qué se yo, de este animal! —dijo el cura en voz alta luego de ponerse delante de la mula, y agregó:
—¡Vayan a descansar! La mula se va quedar aquí en el atrio esta noche, el sacristán la va a cuidar. Si mañana domingo nadie ha venido a reclamarla, después de la misa, con la presencia de todos los fieles, vamos a abrir los serones para ver su contenido y averiguar qué trae y quién puede ser el dueño. ¿Les parece? —replicó mirando fijamente a la reducida multitud de curiosos que aún se rehusaba a abandonar el atrio, incluido el alcalde.
—Mañana es la misa de fiesta del Cuasimodo, espero que el mismo entusiasmo que le han puesto a esta mula también le pongan a Dios y venga masivamente a escuchar la misa. —Culminó fray Camilo y todos regresaron a sus casas a comer o a la picantería a terminar de tomar la chicha.
Al día siguiente, al asomarse el sol por el Pichu Pichu, algunos curiosos, como el Ramón “carretas” o la alfalfera Tarcila, se acercaron con sigilo a indagar por las primeras noticias del día. La mula seguía ahí, casi inmutable como una estatua, sin haberle afectado en lo mínimo la eterna pernoctada. A su lado, un comedero de sillar hacía beber a ratos a la acémila que había dejado, como prueba de su obligado mesón, un gran montículo de estiércol a un costado de la entrada de la iglesia y que el sacristán se afanaba en remover con su vieja escoba de palmero.
—¿Y…?, Sebastián, ¿alguien ha venido a preguntar por la mula? —se adelantó a sonsacar el Ramón al sacristán.
—¡Nadie! Sólo los perros de la Clofe le han ladrado toda la noche hasta casi las cinco de la mañana en que cantaron los gallos y recién he podido conciliar el sueño. —dijo Sebastián.
—¿Y qué crees que hay en los serones? —agregó Tarcila al verlos arrinconados al pie de uno de los dos pilares de sillar que custodiaban la entrada del templo.
—No sé. Habrá que esperar a que después de la misa fray Camilo los haga abrir.
Y fue después de celebrada la octava de la Pascua con solemnidad que una gran muchedumbre empezó a abandonar la iglesia y, en vez de enrumbarse por las distintas calles del pueblo como sucedía de costumbre, todos optaron por rodear a la mula que extrañamente empezó a dar ruidosos gemidos que a veces parecían rebuznos y a veces relinchos.
Había llegado la hora de abrir el misterioso equipaje, cual apertura de un relicario o más bien —como diría fray Camilo— de un verdadero sagrario. Y así fue, el último en llegar fue el párroco que venía remisamente con su acostumbrada sotana y con la frente fruncida ante la exagerada expectativa de los “tiabayas” que no querían ocultar su ansiedad.
—¡Qué afán para más porfiado el de esta gente! —dijo fray Camilo, mientras hacía señas a Sebastián para que venga.
—¡Abre ya de una vez los serones, Sebastián! —ordenó con ira al sacristán que se dispuso a desatar las reatas.
—¡Virgen Santísima! —gritó Sebastián soltando las amarras y retrocediendo raudamente.
—¡Qué pasa, hijo! —preguntó el cura con sobresalto mientras todos fijaron la mirada en la cara del sacristán.
—Es un santo, su merced.
—¿Cómo? —replicó el cura acercándose a la pequeña abertura hecha en el serón izquierdo.
—Termina de abrir de una buena vez —dijo fray Camilo, y Sebastián concluyó con desatar las reatas que ajustaban el serón.
—Es el cuerpo de un Jesucristo porque tiene las llagas en las manos —se adelantó a decir don Facundo antes de terminar de descubrirlo totalmente.
—¡Dios mío!, pero no tiene cabeza —dijo Sebastián, cosa que hizo que todos se quedaran perplejos y mudos.
—¡Busca en el otro serón! —ordenó el cura mientras se rascaba las barbas.
El sacristán, bajo la atenta mirada de una gran muchedumbre de medrosos, desató velozmente la otra cesta, pero no pudo hallar más que cuatro palos rajados que formaban parte de una vieja cruz de madera.
—¡Es un Jesús Nazareno! —gritó doña Ofelia— Igualito al que hay en Paucarpata, padrecito.
—Sí, ya me di cuenta, doña Ofelia —agregó fray Camilo mientras se dispuso a predicar de emergencia a la multitud, casi como cuando se sube al púlpito los domingos. Esta vez, lo hizo a un costado de la imagen.
—¡Hermanos de Tiabaya!, no nos sobrecojamos de esta manera. Verdaderamente, esta es la imagen de un Jesucristo, que de seguro lo estaban transportando hacia algún lugar para repararlo, no sabemos; por eso es que no tiene cabeza. No creo que alguien se haya querido deshacer de esta imagen, más bien, yo me atrevería a decir que es el mismo Señor Jesucristo que ha querido venirse a morar a nuestro pueblo.
—¡Sí…!, ¡sí…! —murmuró la gente reanimándose con las palabras de su párroco que intentaba serenar los ánimos.
—Quizás, ya nadie venga a preguntar ni a reclamar por esta malograda imagen que carece de valor pecuniario. Yo pregunto a todos ustedes, dado que aquí en Tiabaya no tenemos más que la imagen del santo Apóstol, a la virgen del Perpetuo Socorro y algunos cuadros de la Pasión, ¿les gustaría que nuestra iglesia acoja a Jesús Nazareno?
—¡Síiiiii! —volvió a clamar la muchedumbre al unísono.
Así, de esta manera, terminó el misterio y la imagen fue internada en la sacristía a la espera de un ebanista para que la componga.
Pasaron al menos nueve meses, tiempo en el cual la gente había casi ya olvidado el incidente, hasta que por el mismo camino que recorrió la mula hace ya un buen tiempo, apareció caminando un hombre alto y barbón de unos treinta años de edad que venía andando con un morral colgado al hombro. Tenía cara de extranjero y, a diferencia de la mula, a él no le ladraban los perros, ni los “lonccos” se afanaban en indagar quién era.
Más bien, el nuevo forastero se acercó a don Genaro, que llevaba al hombro una lampa, y le preguntó amablemente:
—Buen día amigo. Dígame ¿dónde está el pueblo de Tiabaya?
—Caballero, éste es el pueblo de Tiabaya, no ve usted las ricas peras que cuelgan en los árboles —contestó don Genaro sonriéndole con sus dientes oxidados.
—¡Gracias, buen hombre! —dijo, y siguió el mismo camino de la mula, hasta chocarse con la higuera que, extrañamente, para entonces había reverdecido después de casi veinte años que estaba ya muerta. Allí descansó por breves instantes mientras remojó sus pies, y emprendió el tramo final hasta llegar a la iglesia.
—¡toc!, ¡toc! —sonó la puerta de la parroquia y salió fray Camilo que se extrañó de ver a tan raro personaje.
—¡La paz esté contigo, padrecito! —dijo el forastero—. Soy Emanuel. Vengo por encargo de fray Domingo de la doctrina de Paucarpata; mi padre es carpintero y yo soy su discípulo en la madera. Me han informado que aquí tienen la imagen de un Cristo que necesitan arreglarlo.
—¡Bendito sea Dios! —dijo sin poder contener su alegría, fray Camilo— ¡Claro que sí! Tenemos una imagen que queremos arreglar hace tiempo. ¡Acompáñeme!
El cura y su ilustre visitante, conversando alegremente, anduvieron por el patio de la parroquia e ingresaron a la sacristía donde se posaba sobre un tablón la imagen cegada del Cristo.
Emanuel la admiró con ternura y dijo:
—Padre Camilo, ésta imagen quedará aún mejor de lo que era. Voy a tener que quedarme en Tiabaya al menos tres días para arreglarla completamente.
—¿Qué necesita, Emanuel? —preguntó el fraile, ofreciendo de su parte todo lo que estuviera a su alcance para la pronta culminación del trabajo.
—Voy a trabajar aquí mismo. No se preocupe por nada, aquí en mi morral traigo todas las herramientas que se necesitan  —dijo Emanuel mirando al cura con unos ojos que inspiraban mucha confianza—. Sólo le pido que nadie me distraiga; necesito mucha concentración y paz para trabajar; por eso le rogaría, padrecito, que por lo pronto no vengan a tocarme la puerta. Dentro de tres días les entregaré el trabajo terminado, entonces cobraré y me marcharé.
—Muy bien, Emanuel. Sebastián le traerá la comida y la meterá por debajo de la puerta para no molestarlo. No se preocupe por la iglesia, no tendremos misa hasta el día sábado —agregó con resolución el padrecito que, antes de retirarse, preguntó:
—¡Y cuánto nos cobrará por la reparación!
—Todo lo que se recaude de las limosnas del domingo —respondió nuevamente con la misma mirada que reflejaba conmiseración y amor.
—Gracias, Emanuel. Lo dejo trabajar. Dentro de tres días regreso.
—No, fray Camilo, yo mismo le avisaré a bien termine de trabajar —replicó el extraño carpintero que cerró la puerta suavemente y empezó la obra.
Fray Camilo, con una sonrisa que le exultaba el alma, regresó a su cuarto donde empezó la impaciente espera que duró algo más de cinco días.
Extrañado por el mutismo en la sacristía, donde nunca oyó un solo martillazo o aserrada alguna, fray Camilo, finalmente resolvió tocar la puerta e indagar por Emanuel.
—¡Toc!, ¡toc! —golpeó suavemente, acercando el oído y luego la vista al ojo de la cerradura.
Sólo se podía distinguir el cirio que iluminaba la habitación: una cera que aún estaba prendida y casi no se había gastado.
—¡Emanuel!, ¡Emanuel! —preguntó repetidas veces, antes de tener que empujar la puerta con fuerza e ingresar al interior de la sacristía.
Cuando ya estuvo adentro, pudo distinguir a primera vista, la bellísima imagen de Jesús Nazareno que lucía resplandeciente. Fray Camilo se acercó hasta tocarla. No podía creerlo, era un Cristo muy hermoso que mostraba un rostro tan perfecto que no parecía que hubiera sido reparado alguna vez.
—¡Sebastián! ¡ven pronto! —llamó, casi quebrado en llanto, a su sacristán que en un santiamén estaba ya detrás del fraile preguntado.
—¿Ya se fue el carpintero?
—¿Cómo? —reaccionó fray Camilo.
Estaba tan perplejo que olvidó indagar la presencia de Emanuel.
—¡Mire usted, padrecito! —exclamó Sebastián al momento que descubría los platos de comida que había traído al carpintero y que estaban intactos sobre una cómoda y se veían aún calientes, inclusive echando vapor.
—¡Dios mío!, ¿qué es lo que ha sucedido aquí? —vociferó fray Camilo, mientras tocaba el suelo con los dedos, allí donde no había señas de astillas ni aserrín que atestiguaran el duro trabajo de un ebanista.
—¡Quién habrá sido este carpintero! —jamás dejó de preguntarse a sí mismo, sin encontrar respuesta, hasta el día de su muerte.
El próximo domingo que hubo misa en la iglesia de Tiabaya, fray Camilo y el sacristán Sebastián informaron al pueblo, que abarrotaba el templo, que por fin Tiabaya tenía un nuevo santo patrón: Jesús Nazareno.
La misa que se hizo fue en su honor, y se decidió festejarlo el segundo domingo de pascua o Cuasimodo, fecha en la que arribó la mula trayéndolo de tierras lejanas. Se hizo la primera procesión y se colocó la imagen en el centro del altar mayor; pero, por decisión del párroco, jamás se supo de la existencia de Emanuel, un carpintero judío que llegó por estas tierras y se fue sin dejar huellas, más bien se fue dejando una huella perenne que aún hoy se puede observar en el rostro clemente de Jesucristo, que no deja de mirar con los mismos ojos tiernos que miraba el carpintero.

Arturo García, 2002

No hay comentarios:

Publicar un comentario