viernes, 23 de septiembre de 2016

"CUASIMODO" - Cuento de Arturo García




Cuento basado en hechos reales como el terremoto de 1868 y la destrucción de la iglesia de San Camilo.

—¡Lo puedo jurar! —decía con resoluta seguridad don Albino, un veterano remendón de la sastrería Cayetano.
—¡Yo vi por última vez a Cuasimodo antes de morir —contaba mientras terminaba de medir el nuevo terno del alcalde.
Al frente de la sastrería se alzaba pues con imponencia la iglesia de San Camilo, quizás la más hermosa iglesia que jamás hubo en Arequipa. El padre Blanco decía que difícilmente habría alguna en toda la república que pudiese igualarla, y tenía razón. Poseía dos magníficas torres que coronaban con soberbia exquisitez su bella fachada barroca. Pero lo que causaba un verdadero deleite, era contemplar su suntuoso interior formado por tres naves cuyos arcos sostenían una gigantesca cúpula que, el sólo levantar la vista para mirarla, daba la sensación de contemplar misma la bóveda del cielo.
Allí vivían, hacía ya cincuenta años, los religiosos Camilos, conocidos como los padres de la “Buena Muerte”, a quienes todas las mañanas don Albino saludaba desde su añosa sastrería. Entraban y salían de la iglesia vestidos con una sotana negra en cuyo pecho llevaban una cruz roja.
A decir de este viejo sastre, conocido y querido en Arequipa, eran unos padrecitos muy buenos que, además de la iglesia, tenían un hospital en el que atendían a los enfermos más pobres de la ciudad. Hacer caridad era su gran virtud.
Por esta sastrería venían repetidas veces los presbíteros para hacerse confeccionar sotanas y toda clase de indumentaria que era menester tener para ataviar a los hermanos Camilianos.
—Yo cosí el hábito para el diácono Benedicto —decía con orgullo don Albino, y siempre se lo veía lucir cada vez que Benedicto salía a comprar a la pulpería o conversaba con los niños en el atrio.
Ciertamente, Benedicto tendría que haberse ordenado de cura en la misma fiesta de Santa Cecilia, el 22 de noviembre, porque él era un buen músico, ya que hacía hablar el armonio del coro. Pero también, por estas dotes innatas, los padres Camilos encomendaron a Benedicto hacer hablar también a las campanas de la iglesia, razón por la cual siempre subía a la torre oriental y repicaba con dulzura antes de cada misa. Fue por este oficio que los acólitos, los niños de la parroquia y más tarde todos los feligreses lo conocían cariñosamente como Cuasimodo, en alusión al jorobado de Notre Dame, que casi hizo de la torre de la iglesia su casa.  Algunas veces saludaba a don Albino desde lo alto, a quien le dedicaba algunos de sus más magistrales redobles, y por cierto, con sólo escuchar, sabía de qué misa se trataba: hombre, mujer, niño, santo, etc.
Fue una tarde del 13 de agosto de 1868, cuando el sol de Arequipa se empezaba a extinguir en un siniestro atardecer, que el diácono Benedicto “Cuasimodo” subió a tocar las campanas de la iglesia sin presagiar el terrible terremoto que se avecinaba. Como siempre, Benedicto cogía con la mano izquierda el badajo de la campana más grande para hacerla tañer, y con la derecha repicaba las pequeñas. No sin antes echar un vistazo al atrio y a la sastrería de su amigo don Albino, empezó el concierto de acompasados talanes que resonaban como una marcha lírica que pronto se convirtió en fúnebre.
Como habiendo despertado a los batanes del infierno, de pronto la tierra empezó a temblar con furia, primero como un trueno profundo y luego como la arandela de piedra de un molino de trigo, con atronadores ruidos, como olas que iban y venían levantando mucho polvo.
Benedicto, abstraído y encantado con el trinar de las campanas y el movimiento sincronizado de su cuerpo, no percibió el tembloroso bramado que estaba dando la tierra.
Don Albino, dejando la plancha de carbón sobre una parrilla corrió presto a la calle a guarnecerse donde pudo ver cómo los adoquines saltaban como grillos espantados, mientras los rieles del tranvía se meneaban como refulgentes culebras. El aterrado anciano, “quimbeando” —como dirían los “lonccos” de la chacra— caminó lerdo atravesando la calle y, como pudo, logró asirse fuertemente de la antigua farola de la plazoleta, desde donde en un quejido angustioso oró en voz alta la plegaria que, cuando niño, le enseñó su mamá, doña Manuela:
—¡Oigo las voces del Cielo de tu divina majestad, la cruz del cielo me valga, la fuerza de la fe y la Santísima Trinidad!—
Oró una, dos y tres veces, mientras las campanas seguían sonando, cosa que extrañado pudo advertir don Albino, mientras luchaba por no caer al suelo zarandeado por el temblor de la tierra que quería arrancarlo del poste y lanzarlo como una saeta.
—¡Cuasimodo! —gritó vanamente, esperando que el diácono mirase hacia la calle. Pero nunca volteó.
—¡Benedicto!, ¡baja! —Insistió otra vez con más fuerza, pero la bulla ahogó con facilidad el grito afligido de este pobre anciano que finalmente se resignó a llorar mudamente abrazado del farol.
Entonces, un inmenso terral empezó a aparecer por las calles en todas las direcciones y rápidamente avanzó en dirección del anciano, cerrando ineluctablemente, como un negro telón, la última vista que se tuvo de la hermosa iglesia de San Camilo. Fue cuando don Albino pudo ver cómo las campanas furiosas chocaban unas contra otras, y Benedicto, habiéndose recién percatado del suceso, intentó salir del campanario, pero cuando había dado apenas un paso, la campana mayor se balanceó con fuerza y, de regreso, le voló la cabeza al chocar contra otra campana que venía a su encuentro.
Don Albino cerró los ojos y horrorizado volvió a vociferar a los cielos:
—¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¡aplaca tu ira! ¡Ten misericordia de nosotros! —sólo él y la farola escucharon el quebranto, cuando el terral terminó de cerrar velozmente su telón.
El terremoto se hizo más cruento y aún no quería terminar. Don Albino, asido a la farola, no podía ver ya nada, sólo escuchaba gritos y ayes lastimeros que se confundían con el estruendo de las casonas abovedadas que se caían, una tras otra, estrellando los sillares contra los adoquines de la calle. Pero entre todo este infierno sonoro, en el que el octogenario había envejecido por lo menos un lustro, éste pudo oír atónito cómo las campanas de la iglesia seguían sonando.
—¡Pero si yo vi cómo Benedicto fue decapitado por la campana!, ¿cómo así siguen sonando? —exclamó pensando solito para su atormentado interior.
Jamás hubo una explicación razonable. Y el repique prosiguió y prosiguió interminable hasta que, en un instante que parecía que nunca iba a llegar, el terremoto cesó y, al unísono, las campanas callaron su funesta sinfonía, esta vez para siempre.
El silencio sepulcral devino inmediatamente, como cuando termina de pasar un convoy de carretas haladas por caballos. En medio del polvo que empezó a disiparse  lentamente, apareció, como un guerrero derrotado, el enjuto cuerpo de don Albino todo emblanquecido como las canas de su escaza pelambre. No quería soltar el frío poste de la farola, que lo acogió durante su fugaz visita al tártaro. Por entre las arrugas de su cara yacían las fosas de dos ríos de lágrimas que corrieron hasta verse agotadas en su huesudo mentón.
Por doquier, ahora se oían gritos que indagaban la presencia de amigos, familiares y vecinos:
—¡Barbarita…!, ¡Mamá Eusebia…!, ¡Marcelino! ¿Dónde estás?
Se oían muchos nombres y quejidos, pero nadie preguntó por Cuasimodo, su viejo amigo, aquél yacía seguramente tirado en el piso de la torre oriental de la iglesia esperando que alguien lo vaya a levantar.
El hombre, ya sereno, se incorporó lentamente cuando pudo distinguir frente a él a su vieja sastrería que milagrosamente aún estaba en pie, aunque el balcón que adornaba su fachada había caído junto con el letrero que su papá había puesto hacía más de medio siglo y que anunciaba con letras cursivas el sobrio rótulo: “Sastería Cayetano”. Don Albino sonrió nerviosamente por un instante recordando cómo su padre pudo haber construido una casa verdaderamente indestructible; pero volvió a entristecerse cuando comprobó que la pulpería de doña Micaela había desaparecido, así como la botica Cruz del Misti y la zapatería Machuca, además de decenas de casas y tiendas que antaño daban un aspecto moderno y europeo a la ciudad de Arequipa.
A la cabeza de don Albino repentinamente vino un temor escalofriante:
—“¡La iglesia de San Camilo!” —se dijo asimismo—. No quería, por ningún motivo, volver las espaldas hacia atrás porque temía ver lo peor: una iglesia arruinada. Pero su sospecha se hizo real cuando don Rómulo Carbajal, el barbero de la esquina, se le acercó y cogiéndolo del brazo le dijo:
—Mira, Albino. La iglesia ha desaparecido.
—¡Carajo! —clamó con ahogo al voltear a mirar, pues sus titubeantes ojos pudieron ver perplejos una gran montaña de escombros, entre sillares, tierra y calicanto que se asemejaba a las canteras de Añashuayco.
Aquella magnifica iglesia barroca, la doncella de las iglesias arequipeñas, se había extinguido. Don Albino no salía de su asombro. Las dos hermosas torres que alguna vez albergaron el campanario y al diácono Benedicto en su feliz concierto, fueron tiradas con estrépito al atrio y a las calles contiguas. Por más que cerraba sus ojos y se los frotaba persistentemente para volverlos a abrir, don Albino no podía borrar esa terrible escena que presenciaban sus ojos, propia de una pesadilla.
Después de unos momentos, el anciano tornó lentamente a la sastrería y se sentó en la silla de la máquina de coser y desde allí contempló largas horas, y durante los próximos ocho años que vivió, el desaparecido templo de sus amigos los padres Camilos; viéndolo cómo lo iban derruyendo, poco a poco, hasta que no quedó un solo sillar en la inmensa explanada, que abarcaba una cuadra completa. Con los sillares de la iglesia se supo que se construyó el Hospital Goyeneche y sobre la explanada se proyectó hacer un mercado. En cuanto a los muertos, se pudieron rescatar varios cadáveres, enterrados en la iglesia, de aquéllos que se preparaban a celebrar la misa de las cinco y media de la tarde. Entre los cuerpos encontrados se llevó a sepultar el de algunos padres y al diácono Benedicto, cuya cabeza jamás fue encontrada. Por esta razón, pronto surgió la fantasmal leyenda del “cura sin cabeza” que tocaba las campanas durante las oscuras noches en que Arequipa dormía.
Cierto día, cuando el reloj marcaba las tres de la mañana, don Albino fue despertado violentamente por un sonido que lapidó su pecho con un rosario de fuerte latidos:
—¡Talán!, ¡tolón!, ¡talán!, —corrió hasta la ventana, y sólo pudo ver la vieja farola que lucía solitaria.
—Es Benedicto —dijo al volver a su catre, el mismo  en el que un año más tarde murió de un infarto.
Desde entonces, se han tenido muchas noticias de cuentos que hablan de repiques fantasmales hechos por el cura sin cabeza, en los oscuros campanarios de Sachaca, Quequeña, Tingo Grande, Uchumayo y Socabaya.

Arturo García, 1995

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