Cuento basado en hechos reales
como el terremoto de 1868 y la
destrucción de la iglesia de San Camilo.
—¡Lo puedo jurar! —decía con
resoluta seguridad don Albino, un veterano remendón de la sastrería Cayetano.
—¡Yo vi por última vez a Cuasimodo
antes de morir —contaba mientras terminaba de medir el nuevo terno del alcalde.
Al frente de la sastrería se
alzaba pues con imponencia la iglesia de San Camilo, quizás la más hermosa
iglesia que jamás hubo en Arequipa. El padre Blanco decía que difícilmente
habría alguna en toda la república que pudiese igualarla, y tenía razón. Poseía
dos magníficas torres que coronaban con soberbia exquisitez su bella fachada
barroca. Pero lo que causaba un verdadero deleite, era contemplar su suntuoso
interior formado por tres naves cuyos arcos sostenían una gigantesca cúpula
que, el sólo levantar la vista para mirarla, daba la sensación de contemplar
misma la bóveda del cielo.
Allí vivían, hacía ya
cincuenta años, los religiosos Camilos, conocidos como los padres de la “Buena
Muerte”, a quienes todas las mañanas don Albino saludaba desde su añosa
sastrería. Entraban y salían de la iglesia vestidos con una sotana negra en
cuyo pecho llevaban una cruz roja.
A decir de este viejo sastre,
conocido y querido en Arequipa, eran unos padrecitos muy buenos que, además de
la iglesia, tenían un hospital en el que atendían a los enfermos más pobres de
la ciudad. Hacer caridad era su gran virtud.
Por esta sastrería venían
repetidas veces los presbíteros para hacerse confeccionar sotanas y toda clase
de indumentaria que era menester tener para ataviar a los hermanos Camilianos.
—Yo cosí el hábito para el
diácono Benedicto —decía con orgullo don Albino, y siempre se lo veía lucir
cada vez que Benedicto salía a comprar a la pulpería o conversaba con los niños
en el atrio.
Ciertamente, Benedicto tendría
que haberse ordenado de cura en la misma fiesta de Santa Cecilia, el 22 de
noviembre, porque él era un buen músico, ya que hacía hablar el armonio del
coro. Pero también, por estas dotes innatas, los padres Camilos encomendaron a
Benedicto hacer hablar también a las campanas de la iglesia, razón por la cual
siempre subía a la torre oriental y repicaba con dulzura antes de cada misa.
Fue por este oficio que los acólitos, los niños de la parroquia y más tarde
todos los feligreses lo conocían cariñosamente como Cuasimodo, en alusión al
jorobado de Notre Dame, que casi hizo de la torre de la iglesia su casa. Algunas veces saludaba a don Albino desde lo
alto, a quien le dedicaba algunos de sus más magistrales redobles, y por
cierto, con sólo escuchar, sabía de qué misa se trataba: hombre, mujer, niño,
santo, etc.
Fue una tarde del 13 de agosto
de 1868, cuando el sol de Arequipa se empezaba a extinguir en un siniestro
atardecer, que el diácono Benedicto “Cuasimodo” subió a tocar las campanas de
la iglesia sin presagiar el terrible terremoto que se avecinaba. Como siempre,
Benedicto cogía con la mano izquierda el badajo de la campana más grande para
hacerla tañer, y con la derecha repicaba las pequeñas. No sin antes echar un
vistazo al atrio y a la sastrería de su amigo don Albino, empezó el concierto
de acompasados talanes que resonaban como una marcha lírica que pronto se
convirtió en fúnebre.
Como habiendo despertado a los
batanes del infierno, de pronto la tierra empezó a temblar con furia, primero
como un trueno profundo y luego como la arandela de piedra de un molino de
trigo, con atronadores ruidos, como olas que iban y venían levantando mucho
polvo.
Benedicto, abstraído y
encantado con el trinar de las campanas y el movimiento sincronizado de su
cuerpo, no percibió el tembloroso bramado que estaba dando la tierra.
Don Albino, dejando la plancha
de carbón sobre una parrilla corrió presto a la calle a guarnecerse donde pudo
ver cómo los adoquines saltaban como grillos espantados, mientras los rieles
del tranvía se meneaban como refulgentes culebras. El aterrado anciano,
“quimbeando” —como dirían los “lonccos” de la chacra— caminó lerdo atravesando
la calle y, como pudo, logró asirse fuertemente de la antigua farola de la
plazoleta, desde donde en un quejido angustioso oró en voz alta la plegaria
que, cuando niño, le enseñó su mamá, doña Manuela:
—¡Oigo las voces del Cielo de
tu divina majestad, la cruz del cielo me valga, la fuerza de la fe y la
Santísima Trinidad!—
Oró una, dos y tres veces,
mientras las campanas seguían sonando, cosa que extrañado pudo advertir don
Albino, mientras luchaba por no caer al suelo zarandeado por el temblor de la
tierra que quería arrancarlo del poste y lanzarlo como una saeta.
—¡Cuasimodo! —gritó vanamente,
esperando que el diácono mirase hacia la calle. Pero nunca volteó.
—¡Benedicto!, ¡baja! —Insistió
otra vez con más fuerza, pero la bulla ahogó con facilidad el grito afligido de
este pobre anciano que finalmente se resignó a llorar mudamente abrazado del
farol.
Entonces, un inmenso terral
empezó a aparecer por las calles en todas las direcciones y rápidamente avanzó
en dirección del anciano, cerrando ineluctablemente, como un negro telón, la
última vista que se tuvo de la hermosa iglesia de San Camilo. Fue cuando don
Albino pudo ver cómo las campanas furiosas chocaban unas contra otras, y
Benedicto, habiéndose recién percatado del suceso, intentó salir del
campanario, pero cuando había dado apenas un paso, la campana mayor se balanceó
con fuerza y, de regreso, le voló la cabeza al chocar contra otra campana que
venía a su encuentro.
Don Albino cerró los ojos y
horrorizado volvió a vociferar a los cielos:
—¡Dios mío!, ¡Dios mío!,
¡aplaca tu ira! ¡Ten misericordia de nosotros! —sólo él y la farola escucharon
el quebranto, cuando el terral terminó de cerrar velozmente su telón.
El terremoto se hizo más
cruento y aún no quería terminar. Don Albino, asido a la farola, no podía ver
ya nada, sólo escuchaba gritos y ayes lastimeros que se confundían con el
estruendo de las casonas abovedadas que se caían, una tras otra, estrellando
los sillares contra los adoquines de la calle. Pero entre todo este infierno
sonoro, en el que el octogenario había envejecido por lo menos un lustro, éste
pudo oír atónito cómo las campanas de la iglesia seguían sonando.
—¡Pero si yo vi cómo Benedicto
fue decapitado por la campana!, ¿cómo así siguen sonando? —exclamó pensando
solito para su atormentado interior.
Jamás hubo una explicación razonable.
Y el repique prosiguió y prosiguió interminable hasta que, en un instante que
parecía que nunca iba a llegar, el terremoto cesó y, al unísono, las campanas
callaron su funesta sinfonía, esta vez para siempre.
El silencio sepulcral devino
inmediatamente, como cuando termina de pasar un convoy de carretas haladas por
caballos. En medio del polvo que empezó a disiparse lentamente, apareció, como un guerrero
derrotado, el enjuto cuerpo de don Albino todo emblanquecido como las canas de
su escaza pelambre. No quería soltar el frío poste de la farola, que lo acogió
durante su fugaz visita al tártaro. Por entre las arrugas de su cara yacían las
fosas de dos ríos de lágrimas que corrieron hasta verse agotadas en su huesudo
mentón.
Por doquier, ahora se oían
gritos que indagaban la presencia de amigos, familiares y vecinos:
—¡Barbarita…!, ¡Mamá
Eusebia…!, ¡Marcelino! ¿Dónde estás?
Se oían muchos nombres y
quejidos, pero nadie preguntó por Cuasimodo, su viejo amigo, aquél yacía
seguramente tirado en el piso de la torre oriental de la iglesia esperando que
alguien lo vaya a levantar.
El hombre, ya sereno, se
incorporó lentamente cuando pudo distinguir frente a él a su vieja sastrería
que milagrosamente aún estaba en pie, aunque el balcón que adornaba su fachada
había caído junto con el letrero que su papá había puesto hacía más de medio
siglo y que anunciaba con letras cursivas el sobrio rótulo: “Sastería
Cayetano”. Don Albino sonrió nerviosamente por un instante recordando cómo su
padre pudo haber construido una casa verdaderamente indestructible; pero volvió
a entristecerse cuando comprobó que la pulpería de doña Micaela había
desaparecido, así como la botica Cruz del Misti y la zapatería Machuca, además
de decenas de casas y tiendas que antaño daban un aspecto moderno y europeo a
la ciudad de Arequipa.
A la cabeza de don Albino
repentinamente vino un temor escalofriante:
—“¡La iglesia de San Camilo!”
—se dijo asimismo—. No quería, por ningún motivo, volver las espaldas hacia
atrás porque temía ver lo peor: una iglesia arruinada. Pero su sospecha se hizo
real cuando don Rómulo Carbajal, el barbero de la esquina, se le acercó y
cogiéndolo del brazo le dijo:
—Mira, Albino. La iglesia ha
desaparecido.
—¡Carajo! —clamó con ahogo al
voltear a mirar, pues sus titubeantes ojos pudieron ver perplejos una gran
montaña de escombros, entre sillares, tierra y calicanto que se asemejaba a las
canteras de Añashuayco.
Aquella magnifica iglesia
barroca, la doncella de las iglesias arequipeñas, se había extinguido. Don
Albino no salía de su asombro. Las dos hermosas torres que alguna vez
albergaron el campanario y al diácono Benedicto en su feliz concierto, fueron
tiradas con estrépito al atrio y a las calles contiguas. Por más que cerraba
sus ojos y se los frotaba persistentemente para volverlos a abrir, don Albino
no podía borrar esa terrible escena que presenciaban sus ojos, propia de una
pesadilla.
Después de unos momentos, el
anciano tornó lentamente a la sastrería y se sentó en la silla de la máquina de
coser y desde allí contempló largas horas, y durante los próximos ocho años que
vivió, el desaparecido templo de sus amigos los padres Camilos; viéndolo cómo
lo iban derruyendo, poco a poco, hasta que no quedó un solo sillar en la
inmensa explanada, que abarcaba una cuadra completa. Con los sillares de la
iglesia se supo que se construyó el Hospital Goyeneche y sobre la explanada se
proyectó hacer un mercado. En cuanto a los muertos, se pudieron rescatar varios
cadáveres, enterrados en la iglesia, de aquéllos que se preparaban a celebrar
la misa de las cinco y media de la tarde. Entre los cuerpos encontrados se
llevó a sepultar el de algunos padres y al diácono Benedicto, cuya cabeza jamás
fue encontrada. Por esta razón, pronto surgió la fantasmal leyenda del “cura
sin cabeza” que tocaba las campanas durante las oscuras noches en que Arequipa
dormía.
Cierto día, cuando el reloj
marcaba las tres de la mañana, don Albino fue despertado violentamente por un
sonido que lapidó su pecho con un rosario de fuerte latidos:
—¡Talán!, ¡tolón!, ¡talán!,
—corrió hasta la ventana, y sólo pudo ver la vieja farola que lucía solitaria.
—Es Benedicto —dijo al volver
a su catre, el mismo en el que un año
más tarde murió de un infarto.
Desde entonces, se han tenido
muchas noticias de cuentos que hablan de repiques fantasmales hechos por el
cura sin cabeza, en los oscuros campanarios de Sachaca, Quequeña, Tingo Grande,
Uchumayo y Socabaya.
Arturo García, 1995
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