Cuento sobre las travesuras de Félix, un típico joven
arequipeño de pueblo tradicional. Todos los relatos son ciertos.
Nadie sabía que se llamaba
Félix. Pero no por eso le decían “gato”, sino porque tenía los ojos verdes más
hermosos de Characato, ojos que no necesitaban guiñar para derretir a cualquier
chica que lo mirase. Por ello cuando fue un mozuelo, Félix tuvo la fama de ser
un seductor empedernido, y no pocos jóvenes despechados lo andaban buscando
para vengar el amor que les había arrebatado con mucha facilidad.
Pero ésta no era la principal
virtud que lo caracterizaba y lo hizo famoso a lo largo de varios pueblos de
Arequipa como Mollebaya, Characato, Sabandía y Socabaya. Su principal cualidad
era ser un “mataperro”, que para los arequipeños es aquél que hace diabluras y
es un “andariego” sin control. Desaparecía, pues, largo tiempo en el que hacía
travesuras de las cuales siempre salía bien parado —como las siete vidas del
gato—, ya que tenía la suerte de sobrevivir a todas las catástrofes que él
mismo ocasionaba.
Teniendo tan sólo ocho años,
todo su historial delictivo empezó una mañana de Domingo de Pascua, cuando por
las casualidades de la vida, la cabeza del Judas que quemaban en la plaza voló
y cayó en el patio de su casa, lo que despertó en él la curiosidad por los
artefactos pirotécnicos y otras raras osadías.
En la primera ocasión que
pudo, se robó “candelillas” de los cueteros que armaban los castillos para las
vísperas de la Candelaria; las llevó a su casa y, cuando menos lo esperaban,
todos los characatos tuvieron que salir con baldes y saquillos para apagar el
incendio que se desató en la “chalera” de doña Justa que, gracias a Dios, sólo
dejó un par de gallinas “chamusqueadas”.
—¡Carajo! —decía la abuela de
Félix— ¡Quién la' prendi'u la chalera!
—¡El Gato!, ¡el Gato! —todos
decían unánimemente— ¡seguro que ha sido el Gato!
Y no es que siempre quisiera
hacerlo, sino que tenía una predisposición a provocar accidentes y daños
involuntarios; predisposición que lo llevó un día a subirse al tractor de su
tío Gilberto para ponerse a jugar al tractorista, moviendo el timón y las
palancas hasta desengancharlo y hacerlo rodar hasta matar una vaca. Por
supuesto que Félix se hizo humo de inmediato; pero todas las evidencias
apuntaban, como siempre, al “Gato”.
—¡Mi vaca!, ¡carajo!, ¿quién
ha mata'u a mi vaca? —decía don Gilberto.
—Seguro que el Gato
—murmuraban todos en el establo.
Fue expulsado de varios
colegios, por lo que su abuela doña Justa, hizo de todo para ponerlo a buen
recaudo. Finalmente, sus súplicas fueron escuchadas, cayendo en las manos del
cura de la parroquia, el bienaventurado padre Marcial.
—¡Pero si es un angelito!
—dijo sonriente, la vez que doña Justa lo llevó a la casa cural— Veo en él a un
santo —decía.
—¡Queeé! —exclamó con ironía
la abuela que lo tenía agarrado de la mano— ¡El diablo será!
—No, doña Justa —replicó el
padre Marcial— ¿Ha oído hablar usted de San Felipe de Jesús? —preguntó
emocionado por la gracia de conocer a Félix.
—No, padrecito —respondió la
sorprendida abuela.
—Fue el primer santo mexicano
—empezó a contar—. Era un niño terrible; tan inquieto y travieso que fue
expulsado del colegio por mala conducta. Y aún así llegó a ser santo.
Mientras el padre contaba esta
historia, Félix se soltó de la mano de su abuela y se acercó al altar de la
Virgen de la Candelaria a quien se puso a contemplarla, lo que cautivó al
padrecito.
—¡Ya ve! —exclamó—. Una
anécdota cuenta que la niñera que cuidaba a Felipe dijo una vez: “Primero
reverdecerá la higuera seca del jardín, antes que Felipillo llegue a ser
santo”. ¡Y se equivocó! Dios hace con pautas torcidas renglones derechos. Tengo
la plena seguridad que este muchacho también llegará a ser un santo. Es más
—agregó mientras caminaba hacia la sacristía— antes que esta iglesia sea
reconstruida en su totalidad, Félix será cargado en procesión junto a la Virgen
de la Candelaria.
—¡Padrecito!, ¿se da cuenta de
lo que está hablando? —reprendió doña Justa a las blasfemias del padre Marcial.
—Ya verá usted, doña Justa, ya
verá usted. —respondió el padre, mientras, confundida, la abuela advirtió la
desaparición misteriosa de Félix.
—¡Dónde está mi nieto! —gritó
saliendo a buscarlo por toda la parroquia en compañía del padre.
Después del susto que duró
diez minutos, el sacristán gritó desde el atrio.
—¡Oye chico!, ¡bájate de
allí!, ¡te vas a caer!
Era el “gato” que estaba en lo
alto del campanario mirando hacia todos lados con una sonrisa de triunfo.
—¡Déjemelo!, doña Justa. Voy a
hacer de este niño un hombre de bien. Desde mañana será monaguillo y le empezaré
a enseñar muchas cosas.
Así el “gato” Félix se
convirtió en parte de la parroquia, en la que vivió por el lapso de ocho años
hasta que cumplió la mayoría de edad. Entonces ya era un catequista y era
constantemente animado a entrar al Seminario, cosa que aún no decidía porque,
aunque se convirtió en un hombre de bien, tal y como lo dijera el padre
Marcial, de vez en cuando su sangre de “mataperro” afloraba y nuevamente volvía
a realizar sus travesuras.
Cierto día, el alcalde llevó a
todos los niños de la parroquia a veranear a Mollendo. El padre Marcial decidió
viajar con ellos, encargándole la parroquia a su discípulo Félix que se quedó
totalmente solo y con el gran llavero en sus manos que abría todas las puertas
de la parroquia, inclusive las del cielo y del infierno.
El “gato” sólo pudo mantener
su autocontrol hasta las tres de la tarde en que, aburrido de la soledad, se le
prendió un cirio en su mente:
—¡Puedo salir a darme una
vueltecita en el auto nuevo del padre, por “aquicito” nomás! —dijo para sus
adentros mientras abría la puerta del carro y se sentaba cómodamente con la
radio a todo volumen.
Pero para mal de su suerte,
aquella tarde el cielo de Characato empezó a tronar, como suele suceder sólo en
esta parte de Arequipa cada vez que llega enero, asomándose alrededor de las
cuatro un aluvión de “padre y señor mío”, cosa que también advirtió el padre
Marcial que ya venía de regreso por Uchumayo.
—¡Hoy día se va a caer el
cielo! —dijo sonriente el padrecito mientras venía cantando con los niños en el
ómnibus en las cercanías de Sabandía.
Repentinamente, dos sirenas
empezaron a sonar fuertemente, mientras las circulinas iluminaban de rojo los
verdes alfalfares del camino. Eran los bomberos que pasaban velozmente
abriéndose paso entre los carros para acudir a alguna emergencia.
—¡Seguramente ha caído un rayo
y ha incendiado algún corral! —se aventuró a adivinar el padrecito, que seguía
haciendo cantar a los niños, mientras el ómnibus se acercaba cada vez más a su
destino.
Habían llegado hasta el viejo
puente colgante de Sabandía donde una gran multitud de personas se apoyaba en
las barandas espetando algo que de seguro había sucedido en el río. No dejaban
pasar a los carros, por lo que el padre Marcial tuvo que bajar del ómnibus para
indagar qué estaba sucediendo.
Había entrado el río Socabaya
y la unidad de rescate de los bomberos tendía rápidamente unas largas cuerdas
para preparar un rescate. El padre Marcial se acercó a la multitud que se
aglomeraba en las barandas del puente, cuando pudo divisar en un islote que
quedó en el centro del caudaloso y bravío río, un auto guinda nuevecito y
hermoso como el suyo que estaba varado y en cuyo techo había un joven y una
señorita sentados moviendo las manos para ser rescatados, pues las aguas subían
cada vez más de nivel.
—¿Cómo?, ¡mi carro! —habló el
padre mientras se rascaba la brillosa calva que descubrió al quitarse la gorra.
El padre Marcial, “el
bienaventurado Padre Marcial”, jamás hubiera imaginado ver lo que estaban
viendo sus ojos: era el “gato” Félix, el amo de llaves de su iglesia, su postulante
a santo, que estaba en peligro de ser tragado por la riada que sonaba
estruendosamente y tenía en vilo a toda la multitud de curiosos.
Todos observaron entonces cómo
un bombero, colgado como el hombre araña, se deslizó varias veces hasta llegar
al islote y sacar uno por uno a los muchachos que pronto estuvieron a salvo.
Pero lo que no pudieron
rescatar penosamente fue el nuevo y hermoso carro guinda del padre Marcial que
empezó a ser tragado por el rio. Pronto desapareció y con él se fueron las ilusiones
de ver algún día a San Félix llevado en procesión junto a la virgen de la
Candelaria.
El “Gato mataperro” salió en
los diarios de la ciudad y también salió de la parroquia, pues fue expulsado, y
el padre Marcial pidió su cambio a otra parroquia, lejos de ese demonio,
permitiendo así la llegada de otro nuevo y joven párroco, el padre Jacinto, que
recibió la iglesia justo en la fiesta de la Virgen, fecha en la que por las
casualidades de la vida, hubo otro aluvión, con truenos y relámpagos, en el
preciso instante en que la procesión de la virgen estaba al otro lado de la
plaza, muy lejos de la iglesia.
No se había previsto esta
situación por lo que los fieles no hallaban qué hacer para evitar que la
santísima Virgen se empape con el tremendo aguacero que caía en toda la plaza
con profusos goterones. Fue genial entonces la idea de un jovenzuelo que se acercó rápidamente a la anda de la
virgen y trepó con un paraguas que levantó y lo puso sobre la imagen evitando
así su eminente empape, cosa que fue considerada como un milagro, digno de
admiración por todos los presentes quienes brindaron un aplauso al joven
ingenioso.
—¡Es el Félix!, ¡es el Félix!
—murmuraba la gente— ¡Tenía que ser el “gato”!
La procesión se apuró y avanzó
a paso ligero para ingresar a la iglesia. Todo el trayecto, desde el otro lado
de la plaza, lo tuvo que hacer el “gato” Félix subido en el anda, abrazado de
la virgen con el paraguas y llevado en procesión hasta la iglesia, donde el
padre Marcial esperaba por última vez a la Virgen y pudo advertir el
interesante detalle.
—¡Se cumplió la profecía! —se
dijo a sí mismo— Finalmente, este muchacho ha sido llevado en procesión junto a
la virgen de la Candelaria.
Arturo García, 1985
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