sábado, 17 de septiembre de 2016

"EL GATO MATAPERRO" - Cuento de Arturo García




Cuento sobre las travesuras de Félix, un típico joven arequipeño de pueblo tradicional. Todos los relatos son ciertos.

Nadie sabía que se llamaba Félix. Pero no por eso le decían “gato”, sino porque tenía los ojos verdes más hermosos de Characato, ojos que no necesitaban guiñar para derretir a cualquier chica que lo mirase. Por ello cuando fue un mozuelo, Félix tuvo la fama de ser un seductor empedernido, y no pocos jóvenes despechados lo andaban buscando para vengar el amor que les había arrebatado con mucha facilidad.
Pero ésta no era la principal virtud que lo caracterizaba y lo hizo famoso a lo largo de varios pueblos de Arequipa como Mollebaya, Characato, Sabandía y Socabaya. Su principal cualidad era ser un “mataperro”, que para los arequipeños es aquél que hace diabluras y es un “andariego” sin control. Desaparecía, pues, largo tiempo en el que hacía travesuras de las cuales siempre salía bien parado —como las siete vidas del gato—, ya que tenía la suerte de sobrevivir a todas las catástrofes que él mismo ocasionaba.
Teniendo tan sólo ocho años, todo su historial delictivo empezó una mañana de Domingo de Pascua, cuando por las casualidades de la vida, la cabeza del Judas que quemaban en la plaza voló y cayó en el patio de su casa, lo que despertó en él la curiosidad por los artefactos pirotécnicos y otras raras osadías.
En la primera ocasión que pudo, se robó “candelillas” de los cueteros que armaban los castillos para las vísperas de la Candelaria; las llevó a su casa y, cuando menos lo esperaban, todos los characatos tuvieron que salir con baldes y saquillos para apagar el incendio que se desató en la “chalera” de doña Justa que, gracias a Dios, sólo dejó un par de gallinas “chamusqueadas”.
—¡Carajo! —decía la abuela de Félix— ¡Quién la' prendi'u la chalera!
—¡El Gato!, ¡el Gato! —todos decían unánimemente— ¡seguro que ha sido el Gato!
Y no es que siempre quisiera hacerlo, sino que tenía una predisposición a provocar accidentes y daños involuntarios; predisposición que lo llevó un día a subirse al tractor de su tío Gilberto para ponerse a jugar al tractorista, moviendo el timón y las palancas hasta desengancharlo y hacerlo rodar hasta matar una vaca. Por supuesto que Félix se hizo humo de inmediato; pero todas las evidencias apuntaban, como siempre, al “Gato”.
—¡Mi vaca!, ¡carajo!, ¿quién ha mata'u a mi vaca? —decía don Gilberto.
—Seguro que el Gato —murmuraban todos en el establo.
Fue expulsado de varios colegios, por lo que su abuela doña Justa, hizo de todo para ponerlo a buen recaudo. Finalmente, sus súplicas fueron escuchadas, cayendo en las manos del cura de la parroquia, el bienaventurado padre Marcial.
—¡Pero si es un angelito! —dijo sonriente, la vez que doña Justa lo llevó a la casa cural— Veo en él a un santo —decía.
—¡Queeé! —exclamó con ironía la abuela que lo tenía agarrado de la mano— ¡El diablo será!
—No, doña Justa —replicó el padre Marcial— ¿Ha oído hablar usted de San Felipe de Jesús? —preguntó emocionado por la gracia de conocer a Félix.
—No, padrecito —respondió la sorprendida abuela.
—Fue el primer santo mexicano —empezó a contar—. Era un niño terrible; tan inquieto y travieso que fue expulsado del colegio por mala conducta. Y aún así llegó a ser santo.
Mientras el padre contaba esta historia, Félix se soltó de la mano de su abuela y se acercó al altar de la Virgen de la Candelaria a quien se puso a contemplarla, lo que cautivó al padrecito.
—¡Ya ve! —exclamó—. Una anécdota cuenta que la niñera que cuidaba a Felipe dijo una vez: “Primero reverdecerá la higuera seca del jardín, antes que Felipillo llegue a ser santo”. ¡Y se equivocó! Dios hace con pautas torcidas renglones derechos. Tengo la plena seguridad que este muchacho también llegará a ser un santo. Es más —agregó mientras caminaba hacia la sacristía— antes que esta iglesia sea reconstruida en su totalidad, Félix será cargado en procesión junto a la Virgen de la Candelaria.
—¡Padrecito!, ¿se da cuenta de lo que está hablando? —reprendió doña Justa a las blasfemias del padre Marcial.
—Ya verá usted, doña Justa, ya verá usted. —respondió el padre, mientras, confundida, la abuela advirtió la desaparición misteriosa de Félix.
—¡Dónde está mi nieto! —gritó saliendo a buscarlo por toda la parroquia en compañía del padre.
Después del susto que duró diez minutos, el sacristán gritó desde el atrio.
—¡Oye chico!, ¡bájate de allí!, ¡te vas a caer!
Era el “gato” que estaba en lo alto del campanario mirando hacia todos lados con una sonrisa de triunfo.
—¡Déjemelo!, doña Justa. Voy a hacer de este niño un hombre de bien. Desde mañana será monaguillo y le empezaré a enseñar muchas cosas.
Así el “gato” Félix se convirtió en parte de la parroquia, en la que vivió por el lapso de ocho años hasta que cumplió la mayoría de edad. Entonces ya era un catequista y era constantemente animado a entrar al Seminario, cosa que aún no decidía porque, aunque se convirtió en un hombre de bien, tal y como lo dijera el padre Marcial, de vez en cuando su sangre de “mataperro” afloraba y nuevamente volvía a realizar sus travesuras.
Cierto día, el alcalde llevó a todos los niños de la parroquia a veranear a Mollendo. El padre Marcial decidió viajar con ellos, encargándole la parroquia a su discípulo Félix que se quedó totalmente solo y con el gran llavero en sus manos que abría todas las puertas de la parroquia, inclusive las del cielo y del infierno.
El “gato” sólo pudo mantener su autocontrol hasta las tres de la tarde en que, aburrido de la soledad, se le prendió un cirio en su mente:
—¡Puedo salir a darme una vueltecita en el auto nuevo del padre, por “aquicito” nomás! —dijo para sus adentros mientras abría la puerta del carro y se sentaba cómodamente con la radio a todo volumen.
Pero para mal de su suerte, aquella tarde el cielo de Characato empezó a tronar, como suele suceder sólo en esta parte de Arequipa cada vez que llega enero, asomándose alrededor de las cuatro un aluvión de “padre y señor mío”, cosa que también advirtió el padre Marcial que ya venía de regreso por Uchumayo.
—¡Hoy día se va a caer el cielo! —dijo sonriente el padrecito mientras venía cantando con los niños en el ómnibus en las cercanías de Sabandía.
Repentinamente, dos sirenas empezaron a sonar fuertemente, mientras las circulinas iluminaban de rojo los verdes alfalfares del camino. Eran los bomberos que pasaban velozmente abriéndose paso entre los carros para acudir a alguna emergencia.
—¡Seguramente ha caído un rayo y ha incendiado algún corral! —se aventuró a adivinar el padrecito, que seguía haciendo cantar a los niños, mientras el ómnibus se acercaba cada vez más a su destino.
Habían llegado hasta el viejo puente colgante de Sabandía donde una gran multitud de personas se apoyaba en las barandas espetando algo que de seguro había sucedido en el río. No dejaban pasar a los carros, por lo que el padre Marcial tuvo que bajar del ómnibus para indagar qué estaba sucediendo.
Había entrado el río Socabaya y la unidad de rescate de los bomberos tendía rápidamente unas largas cuerdas para preparar un rescate. El padre Marcial se acercó a la multitud que se aglomeraba en las barandas del puente, cuando pudo divisar en un islote que quedó en el centro del caudaloso y bravío río, un auto guinda nuevecito y hermoso como el suyo que estaba varado y en cuyo techo había un joven y una señorita sentados moviendo las manos para ser rescatados, pues las aguas subían cada vez más de nivel.
—¿Cómo?, ¡mi carro! —habló el padre mientras se rascaba la brillosa calva que descubrió al quitarse la gorra.
El padre Marcial, “el bienaventurado Padre Marcial”, jamás hubiera imaginado ver lo que estaban viendo sus ojos: era el “gato” Félix, el amo de llaves de su iglesia, su postulante a santo, que estaba en peligro de ser tragado por la riada que sonaba estruendosamente y tenía en vilo a toda la multitud de curiosos.
Todos observaron entonces cómo un bombero, colgado como el hombre araña, se deslizó varias veces hasta llegar al islote y sacar uno por uno a los muchachos que pronto estuvieron a salvo.
Pero lo que no pudieron rescatar penosamente fue el nuevo y hermoso carro guinda del padre Marcial que empezó a ser tragado por el rio. Pronto desapareció y con él se fueron las ilusiones de ver algún día a San Félix llevado en procesión junto a la virgen de la Candelaria.
El “Gato mataperro” salió en los diarios de la ciudad y también salió de la parroquia, pues fue expulsado, y el padre Marcial pidió su cambio a otra parroquia, lejos de ese demonio, permitiendo así la llegada de otro nuevo y joven párroco, el padre Jacinto, que recibió la iglesia justo en la fiesta de la Virgen, fecha en la que por las casualidades de la vida, hubo otro aluvión, con truenos y relámpagos, en el preciso instante en que la procesión de la virgen estaba al otro lado de la plaza, muy lejos de la iglesia.
No se había previsto esta situación por lo que los fieles no hallaban qué hacer para evitar que la santísima Virgen se empape con el tremendo aguacero que caía en toda la plaza con profusos goterones. Fue genial entonces la idea de un jovenzuelo  que se acercó rápidamente a la anda de la virgen y trepó con un paraguas que levantó y lo puso sobre la imagen evitando así su eminente empape, cosa que fue considerada como un milagro, digno de admiración por todos los presentes quienes brindaron un aplauso al joven ingenioso.
—¡Es el Félix!, ¡es el Félix! —murmuraba la gente— ¡Tenía que ser el “gato”!
La procesión se apuró y avanzó a paso ligero para ingresar a la iglesia. Todo el trayecto, desde el otro lado de la plaza, lo tuvo que hacer el “gato” Félix subido en el anda, abrazado de la virgen con el paraguas y llevado en procesión hasta la iglesia, donde el padre Marcial esperaba por última vez a la Virgen y pudo advertir el interesante detalle.
—¡Se cumplió la profecía! —se dijo a sí mismo— Finalmente, este muchacho ha sido llevado en procesión junto a la virgen de la Candelaria.

Arturo García, 1985

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